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Derecho Internacional Público I: La Subjetividad Internacional del Estado

Derecho Internacional Público I

La Subjetividad Internacional del Estado

¿En que consiste la condición de sujeto internacional?

En lo que se refiere al concepto técnico jurídico de persona o sujeto, el D.I. no se aparta de la teoría general de la subjetividad jurídica. Si se entiende por sujeto de Derecho aquel que es destinatario de las normas jurídicas, aquel a quien estas normas atribuyen derechos y obligaciones (o, en general, situaciones jurídicas subjetivas, ac­tivas o pasivas), sujeto del D.I. lo es el titular de derechos y obligaciones conferidos por normas jurídicas internacionales. Ahora bien, partiendo de una equiparación de las nociones de subjetividad jurídica y de capacidad jurídica, se llega a la conclusión de que no basta con ser beneficiario de un derecho o estar afectado por una obligación, sino que se requiere una aptitud para hacer valer el derecho ante instancias interna­cionales o para ser responsable en el plano internacional en caso de violación de la obligación; doble exigencia, situada en el plano procesal de la legitimación (activa o pasiva), que, como veremos, hace controvertida la inclusión del individuo entre los sujetos del D.I.
Los Estados, en su calidad de sujetos originarios del D.I., poseen una capacidad plena —lo que para algunos significa el reunir todas las características que se derivan de ser sujeto de este orden jurídico (MUGERWA: 261)—, mientras que otras entidades sólo disponen de una capacidad restringida, que incluye aquellas posibilidades de actuación que les han sido atribuidas en virtud del acto de su creación.
La distinta naturaleza de los sujetos del D.I. y los diversos grados de su capacidad internacional permiten hacer diferenciaciones entre ellos. Así, y en lo que se refiere a los Estados, el elemento de la igualdad soberana los distingue de todos los demás sujetos de este orden jurídico, el elemento de la organización los distingue de ciertos sujetos no organizados (la nación, el individuo) y el elemento territorial los distingue de las organizaciones internacionales (BEREZOWSKI: 35-36). En cuanto sujetos soberanos, dotados de una organización política y de una base territorial, los Estados son los sujetos necesarios y plenos del D.I., pero junto a ellos coexisten otros sujetos, que cabe calificar de secundarios o derivados, poseedores de alguno o algunos de los rasgos que integran la capacidad internacional (posibilidad de celebrar acuerdos regidos por el D.I., de disponer de un cierto grado de ius representationis, de acceder a instancias internacionales para reivindicar los propios derechos por vía de reclamación internacional, de ejercer ciertas competencias atribuidas por normas internacionales, de incurrir en responsabilidad internacional, de verse aplicar las reglas del ius in bello en caso de participación en un conflicto armado).
Junto a los Estados, sujetos soberanos de base territorial, y a las organizaciones internacionales integradas por Estados, sujetos «funcionales», parecen haber adquirido carta de naturaleza en el plano de la subjetividad internacional otras entidades como la Santa Sede y la Ciudad del Vaticano, los beligerantes y, todavía controvertidamente, los individuos; suscitándose con respecto a estas otras entidades —a las que con frecuencia se las califica de sujetos limitados o marginales del D.I. (GUTIÉRREZ ESPADA: 78)— la necesidad de indagar cuáles son sus derechos y obligaciones según el D.I. y cuál su capacidad de actuación en este plano.

El Estado como sujeto de Derecho Internacional: Teoría Constitutiva del Estado y la Doctrina del Reconocimiento del Estado.


En cuanto entidad soberana, el Estado reúne en su plenitud, como también hemos visto, todas las características que se derivan de ser sujeto del D.I.: es un sujeto pleno de este orden jurídico.

«Art. 1.- El Estado, como persona de Derecho internacional, debe reunir las condiciones siguientes: 1) población permanente; 2) territorio determinado; 3) gobierno; 4) capacidad de entrar en relaciones con otros Estados.»
Convención sobre los derechos y deberes de los Estados adoptada por la séptima Conferencia Interamericana y firmada en Montevideo el 26 de diciembre de 1933.

 

La población es el conjunto de personas que de modo permanente habitan en el territorio del Estado y están en general unidas a éste por el vínculo de la nacionalidad. Desde el punto de vista del D.I., es indiferente el dato sociológico de la mayor o menor magnitud de la población; como también lo es el de la mayor o menor homogeneidad de ésta en los aspectos étnico, cultural, lingüístico, etc., salvo a los efectos de hacer entrar en juego el principio de autodeterminación de los pueblos. Como permanente se está haciendo referencia a su estabilidad relativa sobre el territorio del Estado, la cual no parece que tenga que verse afectada por la práctica del nomadismo de ciertas comunidades humanas que, no obstante, moran habitualmente dentro del espacio físico estatal.
El territorio es el espacio físico dentro del cual la organización estatal ejercita en plenitud la propia potestad de gobierno, excluyendo en él cualquier pretensión de ejercicio de análogos poderes por parte de otros Estados. El territorio abarca un conjunto de espacios (la superficie terrestre, ciertos espacios marítimos próximos a ella —en el supuesto de un Estado costero—, el espacio aéreo suprayacente) en los cuales el Estado despliega con el máximo de intensidad sus poderes soberanos y no meras competencias de tipo funcional como aquellas de las que, según veremos, puede disponer en otros espacios. El territorio estatal está delimitado por las fronteras, pero no es imprescindible que éstas aparezcan fijadas con absoluta precisión.
El gobierno en sentido lato es la expresión de la organización política del Estado. Esta organización, según Diez de Velasco (Dieiez dede Velaelaelasco: 251-252), manifiesta, en concreto, a través de los órganos encargados de llevar a cabo la actividad social del Estado, tanto en el interior como en el exterior, a través de la creación de normas jurídicas que se impongan a la población y a la propia organización gubernamental en general dentro del territorio del Estado, y, en fin, a través de la existencia de un poder político autónomo respecto de los otros poderes que ejercen su actividad en la sociedad. El conjunto de los órganos del Estado, esto es, el gobierno lato sensu, debe ser efectivo, en el sentido de estar en condiciones de desarrollar las funciones estatales en la esfera interna y de hacer frente a los compromisos del Estado con otros sujetos del D.I. en la esfera externa.
El Estado soberano se caracteriza por no depender de ningún otro orden jurídico estatal ni de ningún otro sujeto del D.I., dependiendo sólo del D.I. (BARBERIS: 41-42).
La soberanía, ha dicho Carrillo Salcedo (CARRILLO SALCEDO: 83), «se nos muestra como un principio constitucional del Derecho internacional, símbolo del hecho de que este último opera sobre la base de coordinación entre los Estados y no de subordinación entre los mismos, y su esencia consiste en el derecho a ejercer las funciones de Estado en un plano de independencia e igualdad respecto de otros Estados».

¿En qué consiste el Reconocimiento al Estado?

La aparición de un Estado en la escena internacional puede producirse ex novo, sin que otros Estados se vean afectados (caso de la creación de un Estado sobre un territorio no ocupado), o bien a partir de Estados preexistentes, ya sea a resultas de su modificación (caso de la secesión de una parte del conjunto estatal o de la integración de varios Estados en uno solo) o de su extinción (caso de la desintegración del Es­tado originario y la consiguiente creación a sus expensas de varios Estados nuevos). Muchos Estados, en fin, han surgido a la vida internacional a consecuencia de los procesos de descolonización de territorios.
Una vez que un Estado creado por cualquiera de estas vías reúne de hecho los ele­mentos que lo caracterizan como tal, puede decirse que existe en tanto que sujeto pleno del D.I. Desde entonces, los otros Estados están en condiciones de verificar su existencia real, prestándole su reconocimiento. La práctica internacio­nal nos muestra cómo por el reconocimiento se constata la realidad del nuevo Estado, iniciándose el trato con él en cuanto su existencia pueda darse por asegurada.
En este sentido parece más cierta la caracterización del reconocimiento como acto declarativo (el Estado existe de iure desde que concurren en él los elementos básicos de la estatalidad, limitándose el reconocimiento a verificar tal circunstancia) que como acto constitutivo o atributivo de la subjetividad.
El Instituto de Derecho Internacional, en una resolución adoptada en Bruselas en 1936 (Annuaire, 1936, III: 300-301), asigna al reconocimiento de Estado un valor de­clarativo, definiéndolo como «el acto libre por el cual uno o varios Estados constatan la existencia sobre un territorio determinado de una sociedad humana políticamente organizada, independiente de cualquier otro Estado existente, capaz de observar las prescripciones del Derecho internacional» (art. 1). En esta línea estaban la ya citada Convención sobre los derechos y deberes de los Estados aprobada por la séptima Conferencia Interamericana de 1933 (cuyo art. 3 señalaba que «la existencia política del Estado es independiente de su reconocimiento por los demás Estados») y, en la jurisprudencia, la también citada sentencia de 1 de agosto de 1929 del tribunal arbi­tral mixto germano-polaco en el asunto de la Deutsche Continental Gas-Gesellschaft contra Estado polaco (T.A.M., Recueil, IX: 336).

Diferentes tipos de Reconocimiento

En cuanto a las formas que puede revestir el reconocimiento, cabe distinguir por una parte entre un reconocimiento individual y un reconocimiento colectivo, y por otra entre un reconocimiento expreso y un reconocimiento tácito o implícito (dedu­cido, éste, de hechos concluyentes como el intercambio de agentes diplomáticos, la celebración de un tratado con el nuevo Estado o la adhesión de éste a un tratado en vi­gor —salvo precisión por alguno de los Estados contratantes de que la incorporación del nuevo Estado al tratado no prejuzga su reconocimiento por parte de aquél—). La forma más frecuente es la del reconocimiento individual expreso, que habitualmente se hace mediante un acto unilateral (nota diplomática, declaración), aunque a veces puede efectuarse a través de un tratado bilateral con el Estado al que se pretende reco­nocer o de un comunicado conjunto ad hoc.
Desde el punto de vista del modus operandi, se ha distinguido, en fin —y pese a que, en la versión pura de la teoría del reconocimiento como acto declarativo, el Estado que existe de hecho existe de derecho—, entre un reconocimiento de facto o provisional y un reconocimiento de iure o definitivo, irrevocable por tanto, precedien­do aquél a éste cuando el nuevo Estado no pueda considerarse aún como plenamente consolidado, y ello de acuerdo con la visión del reconocimiento como un proceso que viene a culminar en un acto final o definitivo.

Reconocimiento de Gobierno

Mediante el reconocimiento de gobiernos se declara la voluntad de mantener relaciones con un gobierno que ha venido a sustituir a otro de forma irregular, esto es, contrariando la legalidad constitucional vigente (gobierno de facto en contra­posición al gobierno legal o de iure). En este sentido se ha podido conceptuar el reconocimiento de gobiernos, frente al de Estados, como «un acto por el cual se da la conformidad para continuar las relaciones habituales de intercambio con el nuevo régimen, cuando este nuevo régimen ha surgido de manera diferente a la sucesión pacífica y normal de autoridades de un país, de modo diverso a la sucesión de go­biernos constitucionalmente establecida». Es cierto que sin el reconocimiento de un gobierno así surgido podrán darse ciertos tipos de relaciones entre dos Estados, pero en ningún caso plenas (relaciones diplomáticas), de modo que el reconocimiento aparece como una actividad estatal «que decide la existencia y la amplitud de las relaciones internacionales» entre quienes se reconocen mutua­mente.
Por su parte, el Instituto de Derecho Internacional, en su ya citada resolución de Bruselas de 1936 sobre el reconocimiento de Estados y de nuevos gobiernos, ha expresado que «el reconocimiento del nuevo gobierno de un Estado ya reconocido es el acto libre por el que uno o varios Estados verifican que una persona o un grupo de personas están en condiciones de obligar al Estado que pretenden representar y expre­san su voluntad de mantener relaciones con ellas».

En que consiste la Teoría Tobar y Estrada sobre el Reconocimiento de Gobierno.

Aparte de la doctrina de la efectividad ya expuesta, que se orienta hacia la confi­guración de un deber de reconocer a todo gobierno que ejerza un poder efectivo en el territorio estatal, se han elaborado, sobre todo en el continente americano —sacudido por crónicas convulsiones políticas que conllevan frecuentes relevos en el poder en distintos Estados—, sendas doctrinas inspiradas, respectivamente, en los criterios de la legalidad (doctrina Tobar) y de la efectividad (doctrina Estrada), si bien en este último caso, como enseguida veremos, no se trata tanto de asegurar el reconocimiento de todo nuevo gobier­no efectivo como de no pronunciarse en términos de reconocimiento, limitándose el terce­ro a proseguir o no las relaciones diplomáticas normales con el nuevo equipo de poder.
En cuanto al criterio de la legalidad, y dejando aparte ciertos antecedentes, recibió expresión en la doctrina formulada en 1907 por el entonces Ministro de Asuntos Exte­riores ecuatoriano Carlos Tobar (doctrina Tobar), según la cual «la manera más eficaz de poner término a los cambios violentos de gobierno inspirados en la ambición consiste en que los Estados se nieguen a reconocer a los gobiernos transitorios, nacidos de las revo­luciones, hasta que demuestren que gozan del apoyo de sus países», apoyo que debería reflejarse en el asentimiento de una Asamblea representativa (de ahí el nombre de doctri­na de la «legitimidad constitucional» con el que también se conoce a esta doctrina).
Entre las doctrinas que se inspiran en el criterio de la efectividad, destaca la ya citada doctrina Estrada, contenida en una declaración hecha el 27 de septiembre de 1930 por el entonces Secretario de Relaciones Exteriores de México Genaro Estrada. Esta doctrina rechaza la aplicación arbitraria que había venido haciéndose del criterio de la legalidad, lo que daría lugar a «situaciones en que la capacidad legal o el ascenso nacional del gobierno o autoridades parece supeditarse a la opinión de los extraños». En esencia la doctrina Estrada está contenida en las palabras que transcribimos:
«El Gobierno de México no se pronuncia en el sentido de otorgar reconocimientos, porque considera que ésta es una práctica denigrante que, sobre herir la soberanía de otras naciones, coloca a éstas en el caso de que sus asuntos interiores puedan ser calificados en cualquier sentido por otros gobiernos, quienes de hecho asumen una actitud de crítica al decidir favorable o desfavorablemente sobre la capacidad legal de regímenes extranjeros. En consecuencia, el Gobierno de México se limita a mantener o retirar cuando lo crea procedente a sus agentes diplomáticos y a continuar aceptando, cuando también lo considere procedente, a los similares agentes diplomáticos que las naciones respec­tivas tengan acreditados en México, sin calificar, ni precipitadamente ni a posteriori, el derecho que tengan las naciones extranjeras para aceptar, mantener o sustituir a sus gobiernos o autoridades.»
Según se aprecia, esta doctrina, más que inclinarse hacia la configuración de un deber de reconocimiento de los gobiernos surgidos por vía de hecho que se caractericen por su efectividad, se orienta a sustituir en su caso el reconocimiento expreso por el tácito al referirse a la posibilidad de mantener (o retirar) los agentes diplomáticos acreditados, lo que no deja de ser un signo externo de la intención de reconocer (o no reconocer) al nuevo gobierno. Más orientada hacia el criterio de la efectividad parece estar la llamada doctrina Díaz Ordaz, formulada en 1969, que, aun en la línea de la doctrina Estrada, aporta una modificación en el sentido de que México expresa su deseo de que no se pro­duzca «solución de continuidad en sus relaciones con los demás países latinoamericanos, cualquiera que sea el carácter o la orientación de sus gobiernos»

La Subjetividad de Otros Sujetos Distintos a los Estados (Sujetos Excepcionales)

Junto a los Estados y a las Organizaciones internacionales, existen otros actores de las relaciones internacionales de los que se puede predicar una subjetividad jurídica internacional, si bien ésta esté restringida, en el plano de la capacidad, al ejercicio de unos derechos específicos y a la asunción de unas concretas obligaciones correlativas a esos derechos. Se trata de los pueblos, de ciertas entidades vinculadas a la activi­dad religiosa (entre ellas, la Santa Sede en tanto que órgano de la Iglesia Católica, la Ciudad del Vaticano, la Soberana Orden de Malta) o a una situación de beligerancia (como los grupos rebeldes con estatuto de beligerantes o, en el marco de la aplicación del principio de autodeterminación de los pueblos, los movimientos de liberación na­cional), y, mucho más discutiblemente, de las personas privadas, en su consideración, bien de personas físicas (individuos), bien de personas jurídicas (organizaciones no gubernamentales, empresas).

La Sujetividad de los Pueblos: El Derecho a la Autodeterminación y Otro Derechos

En el D.I. clásico, regulador de las relaciones entre Estados soberanos, los pueblos no eran objeto de atención especial. Es cierto que en el siglo XIX y a principios del XX cobra pujanza el principio de las nacionalidades, pero éste se presentaba como un principio político de aplicación en el área europea, sobre cuya base dos grandes unidades nacionales, la italiana y la alemana, se constituyeron en Estados y diversas minorías nacionales europeas recibieron protección en virtud de los tratados que pu­sieron fin a la Primera Guerra Mundial. Incluso cuando en 1918 el Presidente Wilson de los Estados Unidos incluyó entre sus famosos Catorce Puntos el concepto de la autodeterminación (self-determination), lo concibió como un principio destinado a dar satisfacción dentro de lo posible a ciertas aspiraciones nacionales bien definidas a condición de que con ello no se introdujeran factores de discordia susceptibles de quebrantar en el futuro la paz en Europa.
En relación con las situaciones coloniales, se ha señalado que el principio de autodeterminación «supone para un pueblo colonial su derecho a ser consultado, a expresar libremente su opinión sobre cómo desea conformar su condición política y económica y, si tal fuera su deseo, el derecho a convertirse en un Estado sobera­no e independiente» (GUTIÉRREZ ESPADA: 199). Su consagración como principio perteneciente al D.I. positivo ha venido de la mano de una serie de importantes re­soluciones de la A.G., empezando por la Resolución 1514 (XV) de 14 de diciembre de 1960, justamente calificada como la «Carta Magna de la Descolonización» (ver MIAJA, 1965: 49 y ss.).
Dicha resolución incorpora la Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y a los pueblos coloniales, cuyo contenido es el siguiente:
1.              La sujeción de los pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjeras constituye una denegación de los derechos humanos fundamentales, es contraria a la Carta de las Naciones Unidas y compromete la causa de la paz y de la cooperación mundial.
2.              Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación; en virtud de este derecho, determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desa­rrollo económico, social y cultural.
3.              La falta de preparación en el orden político, económico, social o educativo no deberá servir nunca de pretexto para retrasar la independencia.
4.              A fin de que los pueblos dependientes puedan ejercer pacífica y libremente su derecho a la independencia completa, deberá cesar toda acción armada o toda medida represiva de cualquier índole dirigida contra ellos, y deberá respetarse la integridad de su territorio nacional.
5.              En los territorios en fideicomiso y no autónomos y en todos los demás territo­rios que no han logrado aún su independencia deberán tomarse inmediatamente medi­das para traspasar todos los poderes a los pueblos de esos territorios, sin condiciones ni reservas, en conformidad con su voluntad y sus deseos libremente expresados, y sin distinción de raza, credo ni color, para permitirles gozar de una libertad y una independencia absolutas.
6.              Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas.
7.              Todos los Estados deberán observar fiel y estrictamente las disposiciones de la Carta de las Naciones Unidas, de la Declaración Universal de Derechos Humanos y de la presente Declaración sobre la base de la igualdad, de la no intervención en los asuntos internos de los demás Estados y del respeto de los derechos soberanos de todos los pueblos y de su integridad territorial.
Del texto transcrito resulta patente que los pueblos a los que la Declaración alude tienen el derecho de decidir en plena libertad y sin trabas de ninguna clase su destino político y de perseguir en igualdad de condiciones su desarrollo en los distintos órde­nes, sin que su falta de preparación —pretexto en su día alegado con frecuencia por las potencias coloniales— pueda servir de excusa para retrasar el ejercicio de tal derecho, ligado en la propia Declaración al desenlace de la independencia. En la medida en que estos pueblos son titulares de este derecho y poseen capacidad para ponerlo en práctica, son sujetos del D.I.
El principio de libre determinación opera en distintos planos (político, social, económico, cultural, humanitario), generando para los pueblos, hállense éstos o no constituidos o integrados en Estados, derechos de diverso signo.
Ya vimos cómo los pueblos coloniales y, por extensión, los que luchan contra la ocupación extranjera y contra los regímenes racistas, tienen derecho a solicitar y recibir apoyo, en su acción de resistencia, de terceros Estados y de organizaciones in­ternacionales, y a beneficiarse en su caso de la aplicación de las reglas del ius in bello en los conflictos en que estén involucrados.
Por otro lado, y en el terreno de los derechos humanos, se reconoce que la voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público (art. 21, apartado 3, de la Declaración Universal de Derechos Humanos), lo que se traduce en el derecho a participar en elecciones libres y periódicas, cuya realización práctica ha sido objeto en varias ocasiones de supervisión por parte de órganos de las N.U. En ese mismo terreno, el D.I. reconoce a los pueblos el derecho a su propia supervivencia, bien condenando los actos que se perpetren con la intención de destruir a grupos nacionales, étnicos, raciales o religiosos (Convenio sobre la prevención y la sanción del delito de genocidio de 9 de diciembre de 1948), bien disponiendo la protección de ciertas minorías dentro de los Estados.
En el orden socioeconómico, el consenso de los Estados ha propiciado la exaltación del derecho de los pueblos a la soberanía permanente sobre sus riquezas y recursos naturales, no sólo a través de textos de soft law como diversas resoluciones de la A.G. de las N.U., entre ellas la 1803 (XVII) de 1962 y la 2158 (XXI) de 1966, sino incluso a través de textos de naturaleza convencional como el art. 1, apartado 2, de los dos Pactos internacionales de derechos humanos de 1966. Este derecho, que no deja de estar vinculado a otro cual es el derecho al desarrollo en su doble proyección colectiva e individual, es una consecuencia lógica del derecho de libre disposición y se aplica a todos los pueblos, incluidos los pueblos coloniales aun antes de su acceso a la independencia, según resulta del hecho de que, a la hora de fijar el alcance de la indemnización a cargo de un Estado de reciente independencia por la nacionalización de bienes extranjeros, podrán tenerse en cuenta, entre otros factores, las ganancias excesivas obtenidas por el inversor extranjero durante el período colonial.

Las modificaciones políticas internas y el principio de la continuidad del estado

Las alteraciones que puedan producirse en la organización política interna de un Estado no afectan en principio a la condición internacional de éste, salvo en el caso de la desaparición de todo gobierno, que conllevaría la extinción del Estado a falta de uno de sus elementos básicos. Ello quiere decir que, con base en el principio de la seguridad jurídica que debe presidir las relaciones internacionales, cualesquiera cambios sobre­ venidos en el régimen político de un Estado dejan inalteradas sus obligaciones inter­nacionales frente a terceros, a pesar de que en ocasiones (por ejemplo, en el caso de la Revolución socialista de octubre de 1917 que daría paso al «nuevo Estado» soviético) se haya intentado justificar la no asunción de compromisos externos contraídos por gobiernos anteriores (tratados internacionales, deudas de Estado, etc.) so pretexto de la producción de alteraciones sustanciales en la estructura social del Estado.

La Sujetividad del Vaticano

Desde que en el año 380 Teodosio I hace del cristianismo la religión oficial del Imperio, la Iglesia Católica (calificativo éste utilizado a raíz de la reforma protestante) viene participando activamente en las relaciones internacionales. Dejando aparte cier­tas doctrinas según las cuales las relaciones de la Iglesia Católica con los Estados y con otras Iglesias están reguladas por un Derecho particular (ius inter potestates) que no es el Derecho de gentes, la práctica actual avala el hecho de que, en cuanto se refiere al tra­to diplomático, la celebración de concordatos y la participación en las organizaciones internacionales, la Iglesia Católica se rige por las normas del D.I. y en tal sentido puede ser considerada como un sujeto de este orden jurídico.
Se ha discutido si en realidad el sujeto internacional es la Iglesia Católica o la Santa Sede en cuanto ente central de aquélla, es decir, en cuanto conjunto de ins­tituciones (Congregaciones, Tribunales y Oficios) a través de las cuales el Romano Pontífice suele despachar los asuntos de la Iglesia universal (canon 361 del Codex Iuris Canonici). Para algunos autores, la Iglesia Católica, por su naturaleza y por los fines que persigue, no participa en las relaciones jurídicas internacionales, correspon­diéndole a la Santa Sede llevar a cabo esas relaciones. Para otros autores, teniendo en cuenta la organización de la Iglesia y el contenido de los concordatos y otros acuerdos —en los que, dicho sea de paso, unas veces figura como parte contratante la Iglesia y otras la Santa Sede—, resulta que la Iglesia aparece como una comunidad cuyos órga­nos están constituidos por la Santa Sede: así como en los Estados existen órganos de gobierno que actúan en representación suya, así también la Santa Sede actuaría como órgano de la Iglesia Católica, que sería el verdadero sujeto del D.I. (ver BARBERIS: 100). Sin entrar en esta discusión, lo cierto es que la Santa Sede, aun en la época en que la Iglesia estuvo privada de base territorial entre los años 1870 y 1929, siguió ac­tuando en calidad de sujeto internacional a través del ejercicio del derecho de legación activo y pasivo y de la conclusión de genuinos negocios jurídicos internacionales, los concordatos. En el básico tratado político de Letrán de 11 de febrero de 1929 Italia reconoce la soberanía de la Santa Sede en el orden internacional (art. II) y su plena propiedad, poder exclusivo y soberana jurisdicción sobre el Vaticano (art. III).

Diferencia entre Santa Sede y Vaticano.

Una cuestión que se ha suscitado es la de la relación existente entre la Iglesia Ca­tólica o la Santa Sede, por una parte, y la Ciudad del Vaticano, por otra. Una corriente doctrinal niega la existencia de dos sujetos de D.I. distintos, excluyendo así toda po­sibilidad de relación entre ellos. Otra corriente sostiene la subjetividad internacional diferenciada de dichos entes, variando aquí las concepciones en lo que se refiere a la naturaleza jurídica de su relación (unión personal, unión real...). Para Diez de Velasco (DIEZ DE VELASCO: 1963: 292), que parte de la verificación de la existencia de un punto de unión que radica en un órgano común a los dos citados sujetos cual es el Papa, ninguna de las concepciones aludidas es satisfactoria, considerando con Miele (MIELE: 44) que la relación de subordinación entre la Ciudad del Vaticano y la Santa Sede hace que la unión entre estos dos peculiares sujetos del orden internacional, aunque pueda llevarse a la figura general de las uniones internacionales, no sea clasi­ficable, dadas sus características y sus finalidades. Ello, concluye DIEZ DE VELASCO (ibíd.), no es obstáculo para que se reconozca la subjetividad internacional del Estado de la Ciudad del Vaticano, que se presenta como la libre creación en un tratado de un sujeto internacional por otros dos sujetos internacionales (la Santa Sede e Italia), suje­to, aquél, reconocido por la generalidad de los miembros de la comunidad internacio­nal y con la finalidad de que cumpliera la misión primordial de dar base territorial a un sujeto internacional preexistente (la Santa Sede) y facilitara con ello el cumplimiento por este último de su cometido de orden preferentemente religioso.

La Subjetividad de los Beligerantes e Insurrectos.

En el contexto de los conflictos armados internos, a veces los terceros Estados han reconocido como beligerantes a los grupos o facciones organizados que, en el seno de un Estado, se alzan contra el poder constituido a través de actos de hostilidad. Este tipo de reconocimiento, que hace su aparición a principios del siglo XIX y se consolida a partir de 1861 al reconocer varias potencias europeas a los confederados sudistas en tanto que beli­gerantes en el contexto de la guerra de Secesión norteamericana (1861-1865), tiene efec­tos limitados y temporales, pues su único objetivo es reconocer a las fuerzas insurgentes los derechos necesarios para llevar a cabo su esfuerzo bélico durante la contienda.
Digamos que el grupo rebelde que goza del estatuto de beligerancia es titular de unos ciertos derechos y obligaciones derivados del orden jurídico internacional y, en este sentido, posee un cierto grado de subjetividad internacional, si bien ésta está destinada a desaparecer, bien una vez que la sublevación es sofocada, bien cuando la suerte final de la contienda bélica le es favorable a dicho grupo, que al establecer su autoridad sobre todo el territorio estatal pasaría a convertirse en gobierno general de facto. Desde la perspectiva de la responsabilidad internacional, el proyecto de la C.D.I. sobre responsabilidad de los Estados aprobado en 2001, en su art. 10 establece que se considerará hecho del Estado, según el Derecho internacional, el comportamiento de un movimiento insurreccional que se convierta en el nuevo gobierno del Estado.

La Subjetividad de los Movimientos de Liberación Nacional

Se ha sostenido por parte de un cierto sector de la doctrina que, desde una pers­pectiva técnico-jurídica, los pueblos no son sujetos del D.I. porque ni tienen la po­sibilidad de reivindicar sus derechos ante instancias internacionales ni incurren en responsabilidad internacional. Tal punto de vista puede ser rectificado si se parte de la consideración de que, en su proyección internacional, los pueblos suelen actuar a través de órganos propios que los representan en la esfera de las relaciones internacionales. Esto es, desde luego, cierto respecto de aquellos pueblos que, viéndose privados por la fuerza de su derecho a la libertad e independencia, pugnan por sacudirse el yugo colonial, racista o extranjero luchando por su liberación a través del esfuerzo bélico conducido por los llamados movimientos de liberación nacional.
Es verdad que los movimientos de liberación nacional pueden responder a muy distintas finalidades (la independencia de un territorio nacional, la resistencia frente a la ocupación extranjera, la secesión de una parte del territorio de un Estado, el cambio de régimen político), lo cual dificulta un tratamiento unitario del fenómeno. Aquí nos estamos refiriendo a aquellos movimientos de liberación empeñados en «conflictos armados en que los pueblos luchan contra la dominación colonial y la ocupación ex­tranjera y contra los regímenes racistas, en el ejercicio del derecho de los pueblos a la libre determinación», según la caracterización del art.1, apartado 4, del Protocolo I adicional a los Convenios de Ginebra de 1949 relativo a la protección de las víctimas de los conflictos armados internacionales, de 8 de junio de 1977.
A estos movimientos, pues, en su calidad de órganos de los pueblos en lucha —lo que tal vez aconsejaría una consideración conjunta y no separada de las dos realidades, pueblos y movimientos de liberación, desde la óptica de la subjetividad—, les son de aplicación las reglas convencionales del ius in bello en la medida en que, como se dice en el apartado 3 del art. 96 del citado Protocolo, «la autoridad que representa a un pueblo empeñado contra una Alta Parte contratante en un conflicto armado del tipo mencionado en el apartado 4 del artículo 1» del Protocolo, se comprometa a aplicar los Convenios de 1949 y el propio Protocolo en relación con ese conflicto por medio de una declaración unilateral, declaración que tendrá por efecto la entrada en vigor de los Convenios y del Protocolo respecto de esa autoridad, la cual, desde entonces, ejercerá los mismos derechos y asumirá las mismas obligaciones que los Estados partes en dichos instru­mentos convencionales
Desde el punto de vista del ius representationi, es verificable en la práctica el hecho de que varios movimientos de liberación nacional cuentan con representacio­nes de distinta naturaleza y rango en el extranjero.
Pero lo realmente destacable en este aspecto es la participación de los movimientos de liberación nacional en las tareas de algunas organizaciones internacionales. Se puede decir incluso que la personalidad jurídica internacional de estos movimientos ha obteni­do carta de naturaleza a través, sobre todo, del reconocimiento dispensado a los mismos en el marco de organizaciones regionales o universales. De hecho, los órganos de las N.U. han solido reconocer —y otorgar en consecuencia el estatuto de observador— sólo a aquellos movimientos previamente reconocidos por dichas organizaciones regionales.

La Subjetividad del Individuo.

Se sigue discutiendo en la doctrina iusinternacionalista sobre si las personas pri­vadas uti singuli, esto es, los individuos, son o no sujetos del D.I. Ya hemos indicado, al hablar de la subjetividad internacional en general, que no basta, para ser considera­do sujeto del orden jurídico internacional, con ser beneficiario de un derecho o estar afectado por una obligación, sino que se requiere una aptitud para hacer valer el dere­cho ante instancias internacionales o para ser responsable en el plano internacional en caso de violación de la obligación. Desde esta perspectiva, que se refiere a la capaci­dad de actuar en ese plano, es preciso decir que el individuo no puede ser reconocido, en el actual estadio de evolución de la sociedad y el orden internacionales, como un sujeto del D.I. general, si bien, como ha advertido Diez de Velasco (Diez deVelasco: 301), en el D.I. particular de determinadas organizaciones internacionales es posible encontrar algunos asideros para sostener la posibilidad de llegar a una subjetividad internacional del individuo en sentido amplio, dependiendo ello de la influencia que el Derecho de las organizaciones internacionales pueda tener en la evolución del D.I. general. Entre tanto, es posible sostener que, en ese contexto restringido del D.I. particu­lar de algunas organizaciones internacionales, a las que en seguida se hará referencia, al individuo ya se le reconoce la titularidad de ciertos derechos y obligaciones de carácter internacional y, excepcionalmente, una cierta capacidad para hacer valer esos derechos ante órganos internacionales o para incurrir en responsabilidad internacional por la violación de esas obligaciones.
Mediante acuerdos internacionales, los Estados han ido estableciendo diversas normas dirigidas a la protección de intereses individuales o de grupo. Y si bien el ser beneficiario de esas normas no convierte ipso facto al individuo en sujeto del D.I., tampoco se le puede reducir por ello a la condición de mero objeto de este orden jurídico.
Vertiente Activa: Ante un acto ilícito internacional de un Estado en perjuicio de un individuo que no ostenta su nacionalidad, la regla general sigue siendo hoy que el individuo perjudicado no puede entablar una acción o presentar una petición ante órganos internacionales contra ese Estado, quedándole la alternativa de recurrir contra el acto en el plano del Derecho interno del Estado infractor y, en caso de no obtener satisfacción por esta vía, acudir al Estado del que es nacional a fin de que sea éste, si decide interponer en su favor la protección diplomática —institución ésta que estudiaremos en su momento—, quien reclame contra aquel Estado en el plano internacional, bien directamente, bien ante una instancia apropiada. No obstante, la evolución jurídica reciente muestra algunas grietas en este principio, como ponen en evidencia algunas reglas convencionales que conceden a ciertos individuos el acceso a tribunales internacionales de arbitraje o, en el contexto de la protección de los derechos humanos, a órganos específicos de garantía y control.
Vertiente Pasiva: no existe, en principio, obstáculo para considerar al individuo como sujeto de una conducta que constituya en sí misma un acto internacionalmente ilícito, esto es, una violación de una obligación derivada de una norma de D.I. Nada se opone, tampoco, a la posibilidad de una incriminación internacional del individuo por la comisión de ciertos actos delictivos (delicta iuris gentium) que son contrarios a ciertas exigencias básicas de la convivencia internacional.

La Subjetividad de las Personas Jurídicas (Económicas y ONGs)

Dentro del vasto espectro de las personas jurídicas, la doctrina iusinternacionalista suele referirse, desde la óptica de la subjetividad, a dos tipos: las organizaciones internacionales no gubernamentales y ciertas personas jurídicas de fin económico que operan en la escena internacional.
Se ha definido con acierto a las O.N.G. como organizaciones integradas por asociaciones, fundaciones e instituciones privadas, fruto de la iniciativa privada o mixta con exclusión de todo acuerdo intergubernamental, constituidas de manera duradera, espontánea y libre por personas privadas o públicas, físicas o jurídicas, de diferentes nacionalidades, que, expresando una solidaridad transnacional, persiguen sin espíritu de lucro un objetivo de interés internacional y han sido creadas de conformidad con el Derecho internacional de un Estado (SOBRINO HEREDIA: 103).
De «candidatura controvertida» a la calidad de sujeto internacional se ha calificado la de distintas entidades de fin económico que operan en el tráfico internacional. En lo que se refiere a las empresas privadas de alcance internacional constituidas por actos internos —entre ellas las multinacionales, llamadas así más por poseer filiales o sociedades controladas en diversos países que por tener un estatuto jurídico internacional, del que carecen—, suele negárseles la personalidad internacional, aunque no faltan autores que por el carácter con frecuencia híbrido entre lo público y lo privado de sus fines y actividades, su eventual asociación con los gobiernos para efectuar operaciones económicas mixtas sobre la base de acuerdos o contratos que designan, entre otras fuentes de su regulación (Derecho aplicable), al D.I., y, sobre todo, la posibilidad de concurrir con los gobiernos ante instancias arbitrales internacionales u otros órganos (entre ellos el Centro internacional de arreglo de diferencias relativas a inversiones creado en virtud del Convenio de Washington de 18 de marzo de 1965 sobre arreglo de diferencias relativas a inversiones entre Estados y nacionales de otros Estados —B.O.E. de 13 de septiembre de 1994—) con vistas a solucionar las controversias que puedan tener con los gobiernos, han visto en ellas una personalidad restringida y ad hoc. En cuanto a aquellas entidades a las que Adam (ADAM, Vol. 1: 35-70) ha agrupado bajo el rótulo de «establecimientos públicos internacionales» (así, la Banca de Pagos Internacionales, Eurochemic —sociedad europea para el tratamiento de combustibles irradiados, con sede en Bélgica pero sin nacionalidad belga—, la Corporación Financiera Internacional —filial del B.I.R.D.—, etc.), desarrolladas sobre bases binacionales o multinacionales con el fin de prestar servicios públicos bajo un régimen internacional y por lo general constituidas mediante tratado —con o sin estatuto nacional—, se ha admitido para algunas de ellas la subjetividad internacional, teniendo en cuenta que a la independencia de su régimen frente a los respectivos Derechos nacionales de los Estados partes en el tratado se une una serie de atribuciones delegadas en el plano internacional y de prerrogativas e inmunidades análogas a las de las organizaciones internacionales.

La Inmunidad Del Estado

Concepto de Inmunidad

El principio de la sobera­nía territorial y de la independencia protege el interés del Estado territorial de legislar, juzgar y decidir las relaciones que se desarrollan en el ámbito de su competencia; el principio de la soberanía e igualdad del Estado extranjero protege el interés de dicho Estado de que en todo caso, o al menos en determinados supuestos, no deba someterse a los órganos judiciales y administrativos del Estado territorial.
Para armonizar estos intereses contrapuestos se ha desarrollado en el ordenamiento jurídico internacional la regla general o principio, conocido con el nombre de inmunidad del Estado o inmunidad soberana, en virtud del cual los Estados, en determinadas circunstancias, no están sometidos a los tribunales u órganos administrativos de otro Estado.
El concepto de «inmunidad» puede expresarse en los términos de una relación jurídica. La «inmunidad» es un derecho que tiene alguien (persona o Estado) frente a otro (autoridad o Estado) que «no puede» ejercer su poder. La inmunidad significa la falta de poder, o la necesidad de no ejercerlo o suspenderlo, en determinados casos. En el orden internacional y en relación con los Estados extranjeros, la inmunidad presenta dos modalidades: la inmunidad de jurisdicción, en virtud de la cual el Estado extranjero no puede ser demandado ni sometido a juicio ante los tribunales de otros Estados, y la inmunidad de ejecución, en virtud de la cual el Estado extranjero y sus bienes no pueden ser objeto de medidas coercitivas, o de aplicación de las decisiones judiciales y administrativas, por los órganos del Estado territorial.
La inmunidad del Estado no es absoluta dado que, como todo derecho, puede ser objeto de renuncia y tiene límites según la naturaleza del asunto.
Las normas internacionales sobre la inmunidad del Estado son esencialmente con­suetudinarias. En su elaboración y formulación han participado los Estados mediante la aprobación de leyes internas sobre la materia y la jurisprudencia de sus tribunales.

Fundamento de la Inmunidad del Estado

Históricamente el principio de la inmunidad de los Estados extranjeros se desa­rrolló a partir del reconocimiento de las inmunidades y privilegios de los soberanos extranjeros y de sus representantes diplomáticos.
La institución de la inmunidad del Estado se basa, pues, en el principio de la igualdad soberana de los Estados y se expresa en la máxima par in parem non habet imperium (los iguales no tienen jurisdicción uno sobre otro). Por otro lado, pone de relieve que la razón de ser de la inmunidad de jurisdicción radica en la propia conveniencia de los Estados y en las ventajas que para ellos tiene el trato recíproco que recibirán ante los tribunales de otros Estados.
La inmunidad de jurisdicción puede considerarse como una consecuencia del principio de la soberanía que tiene el Estado que la invoca. Desde esta perspectiva la inmunidad es un derecho que posee cualquier Estado y una limitación que los demás Estados tienen en su facultad para dictar las normas que determinan la jurisdicción de sus tribunales o las competencias de sus órganos administrativos.
Tanto si se fundamenta la competencia judicial interna de los tribunales estatales en determinados principios generales, como si se hace descansar en la adecuación de la naturaleza del litigio, en todo caso hay que tener presente que la inmunidad del Estado no radica ni en una renuncia voluntaria del Estado territorial, ni en una regla de cortesía internacional, ni tampoco en ninguna «extraterritorialidad» —cualquiera que sea el sentido que se dé a tan equívoco término—, sino que dicho fundamento se encuentra en una regla general de Derecho internacional público de carácter consuetudinario.
La inmunidad soberana es un derecho del Estado extranjero y, en consecuencia, puede ser objeto de renuncia expresa o tácita a favor de la jurisdicción de los órganos judiciales del Estado territorial. Así lo reconoce la Convención de las Naciones Unidas de 2004 que admite el ejercicio de la jurisdicción de los tribunales en un determinado proceso si otro Estado ha consentido expresamente mediante un acuerdo internacional, un contrato o una declaración ante el tribunal (art. 7). Se entiende que existe un consentimiento tácito si un Estado participa en un proceso ante un tribunal de otro Estado mediante la presentación de una demanda contra un particular o si ha intervenido en un proceso o ha realizado cualquier otro acto en relación al fondo de un litigio (art. 8).

 

Alcance de la Inmunidad de Jurisdicción

La práctica de los Estados ha sufrido una evolución en la que partiendo en algunos Estados de una concepción amplia de la inmunidad de los Estados extranjeros (doc­trina de la inmunidad absoluta), progresivamente se ha ido configurando en un mayor número de países como circunscrita a los actos propios de las funciones oficiales (doctrina de la inmunidad restringida).

A.    Doctrina de la Inmunidad Absoluta: La concepción amplia de la inmunidad del Estado según la cual los Estados extranjeros no pueden ser demandados ni sometidos a la jurisdicción de los tribunales de un determinado país, incluso si se trata de asuntos civiles o mercantiles, ha sido mantenida durante muchos años por los tribunales británicos y americanos.

B.    Doctrina de la Inmunidad Restringida: En la época del intervencionismo del Estado en la vida económica, la jurisprudencia de diversos países adopta, lógicamente, una posición restrictiva de la inmunidad de los Estados extranjeros. El criterio seguido consiste en reconocer la inmunidad a las actuaciones públicas de los Estados extranjeros y en negarla en los casos en que actúen como podría hacerlo un particular. La razón de esta limitación se encuentra en la protección del interés de los nacionales que realizan operaciones comerciales o de naturaleza privada con Estados u organismos estatales extranjeros. Los comerciantes, y en general los nacionales del propio país, podían encontrarse con la imposibilidad de presentar reclamaciones y solicitar justicia ante sus propios tribunales si los Es­tados extranjeros pudieran ampararse en el principio de la inmunidad en litigios de naturaleza puramente comercial o privada. Por otro lado, la limitación del alcance de la inmunidad se ha justificado con el argumento de que los Estados extranjeros al realizar operaciones comerciales dejaban de lado su soberanía y se situaban en un pie de igualdad con los particulares con los que contrataban.

 

La Distinción entre Actos Jure Imperii y Actos Jure Gestionis

La distinción más generalizada consiste en considerar que gozan de inmunidad los actos realizados por el Estado en el ejercicio de su soberanía, llamados acta jure imperii, y no pueden ampararse en la inmunidad los actos propios de las actividades de gestión o administración de bienes privados, llamados acta jure gestionis.

El problema más difícil que se plantea en la aplicación de la doctrina de la inmunidad restringida radica en que no existe un criterio válido universalmente para determinar si cierto acto o actividad de un Estado es un acto jure imperii o un acto jure gestionis. Para unos el criterio decisivo consiste en saber si el acto o la actividad tienen una finalidad pública. Es un criterio de aplicación delicada porque, en última instancia, cualquier tipo de actividad puede relacionarse con una finalidad pública más o menos remota. Ya se ha visto con qué facilidad el Tribunal Supremo de los Estados Unidos en el asunto del Pesaro había detectado una finalidad pública en un contrato de transporte de mercancías. Para otros el criterio decisivo viene dado por la naturaleza del acto o actividad. Si se trata, dicen, de un acto que sólo puede ser realizado por un Estado, o en nombre de un Estado, es un acto en el ejercicio de la autoridad soberana del Estado, y no puede ser sometido a juicio de una autoridad extranjera sin atentar contra la soberanía de dicho Estado. Si, por el contrario, se trata de un acto que podría realizar un particular, aunque se persiga una finalidad pública, el acto será un acto de gestión y podrá ser juzgado por los tribunales de otro Estado.

El problema de la distinción entre actos jure imperii y actos jure gestionis se hace patente cuando los tribunales de los distintos países no se guían por el mismo criterio de calificación. Lo que para unos es un acto jure gestionis, atendiendo a la naturaleza del acto, para otros puede ser un acto jure imperii porque consideran decisiva su finalidad.

La Convención de las Naciones Unidas sobre las inmunidades de los Estados de 2004 adopta una fórmula transaccional que combina el criterio de la naturaleza del acto con el de su finalidad. La Convención considera que para determinar si se está ante un contrato o «transacción mercantil» «se atenderá principalmente a la naturaleza del contrato o de la transacción, pero se tendrá en cuenta también su finalidad si así lo acuerdan las partes en el contrato o la transacción o si, en la práctica del Estado que es parte en uno u otra, tal finalidad es pertinente para la determinación del carácter no mercantil del contrato o de la transacción» (art. 2, n. 2).

 

Órganos a los Que se Extiende la Inmunidad.

La inmunidad del Estado hace referencia al Estado en cuanto tal como persona jurídica, al Gobierno y a todos los órganos superiores de la Administración estatal. Las inmunidades y privilegios de que gozan el jefe del Estado, el jefe del Gobierno, el ministro de Relaciones exteriores, las misiones diplomáticas y demás órganos de representación del Estado en el exterior, así como las oficinas y funcionarios consu­lares, se rigen por normas internacionales e internas específicas, distintas de las que regulan la inmunidad del Estado en cuanto tal, de modo que constituyen regímenes especiales respecto de los cuales las convenciones sobre inmunidades jurisdiccionales de los Estados tienen un carácter subsidiario.

La práctica internacional no es muy clara sobre si la inmunidad del Estado se extiende a los Estados miembros de una federación, regiones, Comunidades Autóno­mas, etc. Si se consideran parte del Estado, deberían reconocérseles la inmunidad de que goza éste; si, por el contrario, se estima que carecen de poder político propio y no participan de las funciones soberanas del Estado, debería negárseles la inmunidad.

La Convención de las Naciones Unidas de 2004, al igual que hace con las subdi­visiones políticas del Estado, extiende la inmunidad de jurisdicción a «los organismos e instituciones del Estado y otras entidades», pero también lo hace limitadamente «en la medida en que estén facultados para realizar y realicen efectivamente actos en ejer­cicio de la autoridad soberana del Estado» [art. 2.1.b), iii)].

 

En que Consiste la Inmunidad de Jurisdicción.

La inmunidad de jurisdicción, en virtud de la cual el Estado extranjero no puede ser demandado ni sometido a juicio ante los tribunales de otros Estados.

El Estado extranjero es inter­nacionalmente responsable de sus actos contrarios a sus obligaciones internacionales, incluidos los actos cubiertos por la inmunidad de jurisdicción, pero dicha responsa­bilidad se produce en un plano distinto, el de la responsabilidad internacional, y sólo es exigible de conformidad con los mecanismos previstos por el propio ordenamiento jurídico internacional.

La inmunidad de jurisdicción del Estado se refiere, por tanto, sólo a los procedimientos judiciales ante los tribunales de otros países y no afecta en absoluto a la responsabilidad interna­cional del Estado en el caso de incumplimiento de sus obligaciones conforme al De­recho internacional y a las controversias en que los Estados sean parte ante tribunales internacionales, ni a la inmunidad penal de sus representantes.

La razón de ser de la inmunidad de jurisdicción radica en la propia conveniencia de los Estados y en las ventajas que para ellos tiene el trato recíproco que recibirán ante los tribunales de otros Estados.

La inmunidad de jurisdicción puede considerarse como una consecuencia del principio de la soberanía que tiene el Estado que la invoca. Desde esta perspectiva la inmunidad es un derecho que posee cualquier Estado y una limitación que los demás Estados tienen en su facultad para dictar las normas que determinan la jurisdicción de sus tribunales o las competencias de sus órganos administrativos.

 

Excepciones a la Inmunidad de Jurisdicción.

Las dificultades que plantea la distinción entre actos jure imperii y actos jure gestionis y, en general, cualquier otro tipo de clasificación dualista, han aconsejado abandonar la vía del recurso a un criterio de carácter general para centrarse en una solución particularista consistente en la determinación de en qué casos concretos debía concederse o negarse la inmunidad a un Estado extranjero. El sistema adoptado en las más recientes regulaciones nacionales o convencionales de la inmunidad ha sido proceder de un modo empírico mediante una enumeración casuística de supues­tos.

El principio de la inmunidad de jurisdicción tiene generalmente reconocidas las siguientes excepciones:

1) Las transacciones mercantiles realizadas por un Estado con una persona natural o jurídica extranjera (art. 10 de la Convención de las Naciones Unidas). Esta excepción no se aplica a las transacciones mercantiles entre Estados o si las partes han pactado expresamente otra cosa.

2) Los contratos de trabajo entre un Estado y una persona natural respecto de un trabajo ejecutado o que haya de ejecutarse total o parcialmente en el territorio de otro Estado cuyos tribunales conozcan el asunto (art. 11 de la Convención de las Naciones Unidas). Esta excepción no se aplica en el caso de personas que gocen de inmunidad diplomática.

3) En los procesos civiles relativos a la propiedad, posesión o uso de bienes situados en el Estado del foro, en asuntos en materia de propiedad intelectual o industrial y en procesos relativos a la participación de un Estado en sociedades u otras colectividades (arts. 13 a 15 de la Convención de las Naciones Unidas).

4) En acciones de indemnización pecuniaria en caso de muerte o lesiones a una persona o pérdida de bienes causadas por un acto o una omisión presuntamente atribuible al Estado si el acto se cometió o el autor se encontraba en territorio del Estado cuyo tribunal conozca del asunto (art. 12 de la Convención de las Naciones Unidas). Esta excepción no se aplica a las situaciones de conflicto armado.

 

En que Consiste la Inmunidad de Ejecución.

La inmunidad del Estado se extiende a las medidas coercitivas (procedimientos de apremio, aprehensión o embargo de bienes, realización de cosas y derechos) sobre los bienes de los Estados extranjeros que se encuentren en el territorio de otro Estado. Generalmente se entiende que la inmunidad de ejecución también comprende las medidas cautelares que decidan los tribunales antes de dictar sentencia. Teóricamente, si se parte de un concepto amplio de «jurisdicción» que lo haga equivalente al conjunto de las competencias soberanas del Estado, podría sostenerse que la inmunidad de jurisdicción y la inmunidad de ejecución son dos aspectos de la misma inmunidad. Sin embargo, la práctica internacional distingue la inmunidad de jurisdicción, en el sentido de potestad de juzgar de los tribunales, de la inmunidad de ejecución, como ejercicio del poder de coerción del Estado, como conceptos distintos. Tanto la Convención europea de 1972 como la Convención de las Naciones Unidas de 2004 regulan separadamente la inmunidad de jurisdicción y la inmunidad de ejecución. De hecho, la distinción es importante porque supone que la sumisión voluntaria o la renuncia a la inmunidad de jurisdicción no implican la sumisión o renuncia a la inmunidad de ejecución. El Estado puede alegar dicha inmunidad en el momento de la ejecución aunque hubiera aceptado la jurisdicción de los tribunales del Estado territorial.


Sucesión de Estado

Modificaciones Territoriales y la Sucesión de Estado.

La causa de que se produzca una sucesión de Estados o sustitución de un Estado por otro es siempre una modificación territorial de conformidad con el Derecho Internacional: es decir, cuando de forma lícita un Estado pierde territorio y otro Estado lo adquiere. Ésta es la causa básica o genérica. Cuando nace un Estado o un Estado adquiere o pierde territorio se plantea qué sucede con los bienes, derechos y obligaciones que le afectan.

La Historia y el devenir mismo de la actualidad nos muestra que el territorio de los Estados no es inmutable y que el nacimiento y extinción de los Estados es una constante histórica. Por ello, la práctica internacional es enormemente abundante en supuestos de aplicación de la institución jurídica de la sucesión de Estados.

Las definiciones doctrinales de la sucesión de Estados han sido muy diversas y en la propia C.D.I. se discutieron varias alternativas. La concepción tradicional describe la sucesión de Estados como la sustitución en los derechos y obligaciones de un Estado por otro en un territorio determinado. Sin embargo, se acordó finalmente en los dos Convenios definir la sucesión de Estados como «la sustitución de un Estado por otro en la responsabilidad de las relaciones internacionales de un territorio».

 

Diferentes Tipos de Sucesión de Estados y en qué Consisten.

Al denominador común de toda sucesión de Estados (la modificación territorial) pueden añadirse diferentes variables que afectan, entre otras, ya sea a la pérdida o a la adquisición de personalidad internacional de los Estados afectados (Estado predecesor o Estado sucesor o a varios de éstos), ya sea al mantenimiento de la personalidad de ambos, etc. Es lo que se denominan los supuestos de sucesión o la tipología de la sucesión de Estados que se utiliza para regular adecuadamente cada caso tanto en la sucesión en materia de tratados como en otras materias (bienes, archivos y deudas, nacionalidad de las personas, actos jurídicos internos, sucesión en Organizaciones internacionales, etc.).

La clasificación de los supuestos es una materia muy compleja, pero teniendo en cuenta que la sucesión de Estados es un fenómeno que puede reducirse —siguiendo la clásica descripción de Kelsen— al fenómeno de pérdida de un territorio por un Estado y adquisición de un territorio por otro Estado, se deben seguir las categorías específicas de sucesión reguladas por los dos Convenios, a saber:

— la sucesión respecto de una parte del territorio de un Estado, que tiene lugar cuando una parte del territorio de un Estado es transferida por éste a otro Estado; también se le denominaba «sucesión parcial»;

— el supuesto de un Estado de reciente independencia, es decir, un Estado sucesor cuyo territorio, inmediatamente antes de la fecha de la sucesión de Estados, era un territorio dependiente de cuyas relaciones internacionales era responsable el Estado predecesor; algunos sectores doctrinales la identifican como «sucesión colonial». Las complejas circunstancias de la descolonización obligaron a revisar las reglas de la sucesión; de ahí que los dos convenios distingan la sucesión colonial o de Estados de reciente independencia de las restantes sucesiones;

— la unificación de Estados es el supuesto de sucesión que tiene lugar cuando dos o más Estados se unen extinguiéndose la personalidad de ambos y forman, de este modo, un nuevo sujeto de Derecho Internacional, el Estado sucesor;

— la separación de parte o de partes del territorio de un Estado dando lugar a la formación de uno o varios Estados sucesores, continúe o no existiendo el Estado predecesor;

— la disolución, que tiene lugar cuando un Estado se disuelve y deja de existir, formando las partes del territorio del Estado predecesor dos o más Estados sucesores (esta categoría sólo se regula en el Convenio de 1983).

 

La Sucesión en Materia de Tratados Internacionales.

La sucesión de Estados en materia de Tratados ha sido regulada por el Convenio de Viena de 23 de agosto de 1978. El Convenio define la sucesión de Estados como la sustitución de un Estado por otro en la responsabilidad de las relaciones internacionales de un territorio.

El Convenio no afecta a los Tratados sobre regímenes de frontera y derechos territoriales, pues la opinión y la práctica generalizada estiman que siempre se produce una transmisión de derechos y obligaciones; por tanto, el Estado sucesor debe aceptar los límites territoriales y las obligaciones, derechos o restricciones de uso que afecten a su territorio (a excepción de los Tratados sobre bases militares), si bien el Convenio no prejuzga las razones jurídicas que puedan existir para impugnar una frontera o un régimen territorial.

Además, el Convenio establece la no transmisión de los derechos y obligaciones en el supuesto, típicamente colonial y en las vísperas de la independencia, de que se haya celebrado entre el Estado predecesor y el Estado sucesor un «Acuerdo de transmisión o devolución», mediante el cual el Estado predecesor transmite al Estado sucesor los derechos y obligaciones derivados de Tratados en vigor.

Igualmente excluye la transmisión de obligaciones y derechos por el solo hecho de la declaración unilateral del Estado sucesor en la que acepta el mantenimiento en vigor de los Tratados respecto de su territorio. Es evidente, como señalara la C.D.I., que los efectos jurídicos respecto de los demás Estados Partes no pueden depender exclusivamente de la voluntad del Estado sucesor.

A) En el supuesto de sucesión respecto de una parte del territorio se estipula que dejan de estar en vigor, respecto del citado territorio, los Tratados del Estado predecesor y entran en vigor los del Estado sucesor. Ésta es la regla llamada de la movilidad del ámbito territorial del Tratado y está relacionada con el art. 29 del Convenio de Viena sobre el Derecho de los Tratados: los Tratados se aplican en la totalidad del territorio del Estado parte.

B) Si se trata de un Estado de reciente independencia, la regla adoptada por el Convenio es la de la tabla rasa, de acuerdo con la práctica de los Estados y la opinión generalizada de los autores: «ningún Estado de reciente independencia estará obligado a mantener en vigor un Tratado, o a pasar a ser parte en él, por el solo hecho de que en la fecha de la sucesión de Estados el Tratado estuviera en vigor respecto del territorio al que se refiera la sucesión de Estados» (art. 16).

Si el Tratado es multilateral, el Estado sucesor de reciente independencia podrá, mediante una notificación de sucesión, hacer constar su calidad de parte en el mismo. La notificación es, por tanto, un acto unilateral que se hará por escrito (art. 22).
C) En el supuesto de la unificación y separación de Estados el principio apli­cable es el de la continuidad, es decir, la transmisión de los derechos y obligaciones derivados de los Tratados en vigor del Estado predecesor al sucesor. Dicho principio revela la necesidad de preservar la estabilidad de las relaciones convencionales.

 

Efecto de la Sucesión sobre la Cualidad de Miembros de una Organización Internacional.

No se ha admitido la sucesión en cuanto a los Tratados constitutivos de las Organizaciones internacionales. El Estado sucesor no sustituye al Estado predecesor en las Organizaciones internacionales en líneas generales. Cada organización tiene un procedimiento de admisión, y los Estados miembros de la misma son, en definitiva, los que controlan el acceso de los nuevos miembros.
La práctica de las N.U. es muy variada. En los casos de división, escisión o fraccionamiento de un Estado miembro, la práctica ha sido uniforme y consiste en que el nuevo Estado debe solicitar ser admitido como nuevo miembro de la organización, continuando con su status de miembro el Estado objeto de la escisión.

Efecto en cuanto al Ámbito Económico Publico:

·         Respecto de los bienes de Propiedad Pública. El Convenio de Viena de 1983 sobre «Sucesión de Estados en materia de bienes, archivos y deudas de Estado» define los bienes de Estado como «los bienes, derechos e intereses que en la fecha de la sucesión de Estados y de conformidad con el derecho interno del Estado predecesor pertenecían a éste». Con carácter general dispone en su art. 11 que «el paso de los bienes de Estado del Estado predecesor al Estado sucesor se realizará sin compensación». Al citado Convenio hay que añadir una importante Resolución del Institut de Droit International de 2001, adoptada en su sesión de Vancouver (Canadá), sobre la sucesión de Estados en materia de bienes y de obligaciones, bastante más realista que el Convenio y que tiene en cuenta la práctica internacional y señala soluciones más pragmáticas.

a) si es una sucesión respecto de una parte del territorio de un Estado, el paso de los bienes de Estado se realizará mediante acuerdo entre el Estado predecesor y el Estado sucesor y, a falta de acuerdo, los bienes inmuebles sitos en el territorio sucedido pasarán al Estado sucesor y también los bienes muebles del Estado predecesor vinculados a la actividad de éste en el territorio a que se refiere la sucesión (art. 14);
b) si es un Estado de reciente independencia, se da preferencia en la mayoría de los casos al Estado sucesor tanto en los bienes inmuebles que radiquen en el territorio como aquellos otros situados fuera de él pero que se hayan convertido en bienes del Estado predecesor en el período de dependencia. Esta última regla se aplica también a los bienes muebles;
c) si es un supuesto de unificación (art. 16), se prevé la transmisión de los bienes de los Estados predecesores al Estado sucesor;
d) si se trata de separación de parte o partes del territorio de un Estado (art. 17) y de disolución de un Estado (art. 18), se prevé el acuerdo entre los Estados afectados, si bien los bienes muebles no vinculados pasan a los Estados sucesores en una proporción equitativa. Los diversos casos de disolución vividos muestran soluciones pragmáticas que en lo esencial no difieren de lo establecido en el Convenio de 1983, aplicándose el principio de territorialidad para el reparto de los bienes. Así lo confirma el Acuerdo de 29 de junio de 2001 entre los cinco nuevos Estados fruto de la antigua República Socialista Federativa de Yugoslavia: el principio general de adjudicación es el de la ubicación territorial, salvo bienes del patrimonio cultural que pasan al Estado directamente interesado: Los bienes inmuebles en el extranjero se han repartido de forma proporcionada entre los cinco.

·         De la Deuda Pública. La norma tradicional es que no hay obligación de asumir la deuda del Estado predecesor por el Estado sucesor. Así, la Sentencia arbitral de 18 de abril de 1925 refe­rente a la Deuda pública otomana afirmaba que «no se puede considerar que exista en Derecho Internacional un principio según el cual un Estado que adquiere una parte del territorio de otro deba al mismo tiempo asumir una parte correspondiente de la deuda pública de este último. Tal obligación no puede derivarse más que de un Tratado, por el cual el Estado en cuestión asume la obligación, y no puede mantenerse más que en las condiciones y en los límites que en dicho Tratado se estipulan» (R.S.A.: I, 571).

a) en los casos de sucesión respecto de parte del territorio, la deuda del Estado predecesor pasará al sucesor en la medida acordada por ambas partes, y a falta de acuerdo las deudas pasarán «en una proporción equitativa, teniendo en cuenta en particular los bienes, derechos e intereses que pasen al Estado sucesor en relación con esa deuda del Estado» (art. 37);
b) en cuanto a los Estados de reciente independencia, no pasará ninguna deuda del Estado predecesor al sucesor, salvo acuerdo entre ellos (art. 38);
c) en los casos de unificación, la «deuda de Estado de los Estados predecesores pasará al Estado sucesor» (art. 39);
d) en los supuestos de separación de parte o partes del territorio de un Estado para formar un Estado nuevo se atendrán al acuerdo entre el predecesor y el sucesor y, a falta de él, a la regla de la proporción equitativa teniendo en cuenta los bienes, derechos e intereses que pasen al Estado sucesor en relación con esa deuda (art. 40). También en los casos de disolución del Estado, los Estados sucesores se atendrán al acuerdo entre ellos, y en su defecto se aplicará la regla de la proporción equitativa (art. 41).

·         De los Archivos del Estado: El Convenio de Viena de 1983 entiende por archivos de Estado del Estado predecesor «todos los documentos, sean cuales fueran sus fechas y naturaleza producidos o recibidos por el Estado predecesor en el ejercicio de sus funciones que, en la fecha de la sucesión de Estados, pertenecían al Estado predecesor de conformidad con su derecho interno y eran conservados por él directamente o bajo su control en calidad de archivos con cualquier fin» (art. 20). Con carácter general se prevé que la sucesión en los archivos se hará sin compensación, salvo acuerdo en contrario.

a) tanto en la sucesión respecto de una parte del territorio, así como en los supuestos de separación y disolución, la transmisión de los archivos se hará por acuerdo entre el Estado predecesor y el sucesor y, a falta de tal acuerdo, se transmiten aquellos archivos relacionados exclusivamente con la parte de territorio a que se refiera la sucesión, si bien el Estado predecesor proporcionará, a petición del sucesor, reproducciones apropiadas de sus archivos vinculados a ese territorio y deberá proporcionar «la mejor prueba disponible en sus archivos relacionada con títulos territoriales del Estado sucesor»; así, en el caso de las nuevas Repúblicas herederas de la antigua Yugoslavia han aplicado en su acuerdo de 2001 el principio de correspondencia funcional. Los archivos pasan a los Estados para los que sean necesarios para la normal administración de sus territorios, independientemente de su localización, y los que se refieran directamente a su territorio. Gracias a las nuevas tecnologías el acuerdo sobre el reparto de los archivos no suele generar problemas.

b) en el caso de Estados de reciente independencia, la regla general es que los archivos que «habiendo pertenecido al territorio al que se refiere la sucesión de Estados, se hubieran convertido durante el período de dependencia en archivos de Estado del Estado predecesor, pasarán al Estado de reciente independencia» y también pasará «la parte de los archivos del Estado predecesor que, para una administración normal del territorio al que se refiere la sucesión de Estados, deba encontrarse en este territorio». El paso o reproducción de otras partes de los archivos del Estado predecesor distintas a las anteriormente mencionadas se determinarán mediante acuerdo (art. 28);

c) en el supuesto de unificación de Estados (art. 29) los archivos de los Estados predecesores pasan al Estado sucesor.


Subjetividad Internacional
de las Organizaciones Internacionales

Concepto de Organización Internacional

La Sociedad internacional se nos muestra cada día más compleja y heterogénea, junto al Estado, que sigue constituyendo el centro de la vida social internacional y el sujeto por excelencia del Derecho internacional, aparecen otras entidades entre las que destacan, con fuerza propia, las Organizaciones internacionales, sujetos internacionales que obedecen a una lógica de cooperación e incluso de integración, motivada por el hecho de que, en un mundo como el actual, los verdaderos problemas sociales difícilmente pueden solucionarse a escala exclusivamente estatal.
En este sentido, las Organizaciones internacionales son la respuesta que los Estados han dado a las necesidades derivadas de la interdependencia creciente y de las exigencias de cooperación internacional. En efecto, consecuencia de la revolución científica e industrial, del desarrollo de los medios de transporte y comunicaciones y de la intensificación de los intercambios, surgen unas nuevas necesidades que los Estados individualmente se muestran incapaces de satisfacer, lo que les llevó a dotarse de unos mecanismos institucionalizados de cooperación permanente y voluntaria, dando vida así a unos entes independientes dotados de voluntad propia y destinados a alcanzar unos objetivos colectivos.
Si definimos a las O.I. como unas asociaciones voluntarias de Estados establecidas por acuerdo internacional, dotadas de órganos permanentes, propios e independientes, encargados de gestionar unos intereses colectivos y capaces de expresar una voluntad jurídicamente distinta de la de sus miembros (SOBRINO: 44), observamos como el último elemento contenido en esta noción pone precisamente el acento en un rasgo fundamental de las O.I., cuál es su autonomía jurídica; esto es, el disfrute de una personalidad jurídica internacional distinta de la de sus Estados miembros y necesaria para el cumplimiento de los fines para los que fueron creadas.

Fundamento de la Subjetividad de las Organizaciones Internacional:

·         Doctrina Internacional: La doctrina internacional se ha ocupado del problema de la subjetividad internacional de las O.I. desde que éstas surgen a la vida internacional y se plantean las primeras dificultades jurídicas en orden a la atribución de los derechos y obligaciones que nacen como consecuencia de su participación en las relaciones internacionales. Tres grandes corrientes de pensamiento se han ido perfilando al respecto. Una primera se ha decantado por asimilar las O.I. a los Estados, reconociéndoles una personalidad internacional plena y la competencia general para realizar todo tipo de actos internacionales, se trata, obvio es decirlo, de una postura excesivamente radical que no tiene en cuenta el hecho de que sólo los Estados gozan de soberanía y que las Organizaciones son sujetos derivados y funcionales, esto es, sus competencias se hallan limitadas —tal y como veíamos— por el principio de la especialidad. Un segundo grupo doctrinal se ha situado en una posición absolutamente contraria a la precedente al rechazar la subjetividad internacional de las Organizaciones a las que considera meras formas de actuar colectivamente de los Estados, esta posición fue la defendida por los juristas de los países socialistas hasta los años sesenta (KRYLOV: 439), y también por un grupo de juristas italianos de la denominada escuela de Nápoles (QUADRI: 372). Finalmente, una tercera tendencia es la que defiende que las Organizaciones internacionales poseen personalidad jurídica internacional, solamente que esta personalidad es diferente de la de los Estados, en tanto que circunscrita al cumplimiento de los objetivos que le han sido fijados por sus fundadores, lo que lo fundamentan en el análisis comparado de los tratados constitutivos de las O.I., en el desarrollo de los mismos a través de la práctica de las Organizaciones y en la interpretación jurisprudencial que los Tribunales internacionales han dado a la misma.

·         Jurisprudencia Internacional: El importante desarrollo de las actividades internacionales de las Organizaciones estaba llamado a plantear, antes o después, alguna controversia internacional que movi­lizara la atención de un Tribunal internacional. Y, como era de esperar, esto ocurrió poco después de la creación de la O.N.U., cuya vocación universal y la generalidad de sus objetivos la hacían especialmente activa en la escena internacional, por lo que pronto se suscitó la cuestión de si esta Organización disfrutaba, en realidad, de una personalidad internacional propia. Esta duda fue transmitida al T.I.J. el 3 de diciembre de 1948, quien para resolverla se planteó, en su Dictamen de 11 de abril de 1949, la cuestión de si las N.U. poseían personalidad jurídica internacional, respondiendo afirmativamente, después de examinar los caracteres generales de la Organización, sus propósitos y principios y estimar, textualmente, que

«la Organización estaba destinada a ejercer funciones y a gozar de derechos —y así lo ha hecho— que no pueden explicarse más que si la Organización posee en amplia medida personalidad internacional y la capacidad de obrar en el plano internacional. Actualmente constituye el tipo más elevado de organización internacional, y no podría responder a las intenciones de sus fundadores si estuviese desprovista de la personalidad internacional. Se debe admitir que sus miembros, al asignarle ciertas funciones, con los deberes y responsabilidades que les acompañan, la han revestido de la competencia necesaria para permitirle cumplir efectivamente estas funciones» (C.I.J., Rec. 1949: 178).

Ahora bien, el Tribunal va a reconocer que la personalidad jurídica internacional de las O.I. es distinta de la que poseen los Estados, al estimar que el hecho de afirmar que la Organización es una persona internacional

«no equivale a decir que la Organización sea un Estado, lo que ciertamente no es, o que su personalidad jurídica, sus derechos o deberes sean los mismos que los de un Estado, cualquiera que sea el sentido de esta expresión. Ni siquiera implica ello que todos los derechos y deberes de la Organización deban encontrarse en el terreno internacional, de la misma manera que no todos los derechos y deberes de los Estados deben encontrarse en él. Esto significa que la Organización es un sujeto de Derecho internacional, que tiene capacidad para ser titular de derechos y deberes internacionales y que tiene capacidad para prevalerse de estos derechos por vía de reclamación internacional» (C.I.J., Rec. 1949: 178).

El T.I.J., en el Dictamen examinado, no sólo reconoce la subjetividad internacional así como la capacidad de obrar internacional de la O.N.U, sino que va más lejos aún, al estimar que esta personalidad internacional, por un lado, puede ser implícita, esto es conteniendo los poderes necesarios para el ejercicio de sus funciones incluso en ausencia de una disposición expresa en su Carta constitutiva (C.I.J., Rec. 1949: 179, 180, 182 y 184) y, por otro lado, además oponible a terceros Estados no miembros de la Organización independientemente de la existencia de un reconocimiento por éstos de aquélla, es decir, una personalidad objetiva, puesto que «cincuenta Estados [se refiere a los miembros originarios de las N.U.], que representan una mayoría muy amplia de los miembros que integran la comunidad internacional, estaban capacitados, de conformidad con el Derecho internacional, para crear una entidad dotada de personalidad internacional objetiva, y no simplemente de una personalidad reconocida por ellos exclusivamente, así como facultad para presentar reclamaciones internacionales» (C.I.J., Rec. 1949: 185).En relación, finalmente, con la cuestión de la oponibilidad de esta personalidad frente a terceros, cabe recordar que el instrumento por el que se crea una Organización suele ser un tratado y por tanto está sujeto al efecto relativo de éstos (res inter alios acta), y no obliga más que a las partes y no a los terceros, que pueden o no reconocerla (valga como ejemplo la postura de rechazo de la U.R.S.S. y otros Estados socialistas frente a la existencia de la U.E.). Cabe concluir afirmado, con un sector de la doctrina que la importancia de la presencia de las O.I. en el tráfico jurídico internacional, permite hablar de la formación de una norma consuetudinaria internacional reconociendo la personalidad objetiva de las mismas (LEWIN y ANJAK: 3), favorecida y acelerada por los reconocimientos tácitos a los que da lugar la actividad cotidiana de las Organizaciones internacionales (YASSEN: 47).


·         La Practica Internacional: Si nos detenemos a examinar los Tratados constitutivos de las O.I. podemos observar cómo la generalidad de aquellos pertenecientes a O.I. anteriores a la Segunda Guerra Mundial no contienen ninguna referencia expresa a la personalidad jurídica internacional de las mismas, los primeros indicios los encontramos en textos colaterales y en interpretaciones jurisprudenciales de los mismos. Así, a título de ejemplo, cabe mencionar el representado por el Acta adicional de 1881 del Acto público relativo a la navegación en la desembocadura del Danubio de 1865, donde se afirmaba que la Comisión Europea del Danubio (esto es, una de las primeras O.I. que irrumpieron en la vida internacional) funcionaría con total independencia del soberano territo­rial. Otro ejemplo inicial es el representado por la primera O.I. de vocación universal en aparecer sobre la escena internacional, nos referimos a la Sociedad de Naciones, pues, si bien el Pacto que la crea no menciona en ningún momento su personalidad internacional, su propio funcionamiento, en cambio, la llevó a participar en diversos acuerdos internacionales, donde allí sí que se hacía referencia expresa a su persona­lidad jurídica, de este modo en el art. I del Acuerdo de sede o Convenio sobre modus vivendi entre esta O.I. y Suiza se decía que «el Gobierno federal suizo reconoce que la Sociedad de Naciones, poseyendo la personalidad internacional y la capacidad jurí­dica, no puede en principio, de acuerdo con las normas del Derecho internacional, ser llevada ante los tribunales suizos sin su expreso consentimiento».
Años después, con ocasión de la redacción de la Carta de las N.U. durante la Con­ferencia de San Francisco de 1945, se presenta una propuesta por la delegación belga favorable a la incorporación en el futuro texto de una disposición conteniendo una referencia expresa a la personalidad jurídica internacional de la Organización que se establecía. Pero tal propuesta no llegó a prosperar y en su lugar salió la redacción, bas­tante ambigua, de los arts. 104 y 105.1 de la Carta de las N.U., donde se dispone que,
«la Organización gozará, en el territorio de cada uno de sus Miembros, de la capacidad jurídica que sea necesaria para el ejercicio de sus funciones y la realización de sus propósitos»,
añadiéndose que la Organización
«gozará de los privilegios e inmunidades necesarios para la realización de sus propósitos».
El examen de la práctica arroja cómo este modelo fue el seguido, más tarde, en numerosos instrumentos constitutivos de O.I., tanto de aquellas que, en esa época, se estaban creando o remodelando (por ejemplo, O.I.T., arts. 39 y 40; U.N.E.S.C.O., art. XII; F.M.I., art. IX; F.A.O., art. XVI; O.M.S., arts. 66 a 68; A.I.E.A., art. XV; etc.), como en otras mucho más recientes (por ejemplo, I.N.T.E.L.A.T., art. XV; E.U.T.E.S.A.T., art. XVII; B.E.R.D., art. 45).
Ahora bien, junto a estos supuestos de O.I. donde sólo de manera indirecta se hace referencia a la personalidad internacional, vemos como, con posterioridad al Dicta­men del T.I.J. que hemos precedentemente examinado, son numerosos los tratados constitutivos de O.I., así como otros textos internacionales, donde ya, expresamente, se menciona esta personalidad. Valgan algunos ejemplos para ilustrar esta práctica: el instrumento constitutivo de la Agencia Multilateral de las Inversiones de 1985; la Convención relativa a la constitución de un Fondo Común sobre las Materias Primas, abierta a la firma el 1 de octubre de 1980; la Convención de las N.U. sobre el Derecho del Mar de 1982, que por lo que se refiere a la Autoridad internacional de Fondos Marinos, afirma en su art. 176 que «tendrá personalidad jurídica internacional y la ca­pacidad jurídica necesaria para el desempeño de sus funciones y el logro de sus fines».
Más recientemente, desde la década de los noventa del pasado siglo, observamos como los tratados constitutivos de las O.I., sí que se refieren, de manera explícita, a la personalidad jurídica, e, incluso a la personalidad jurídica internacional de las O.I. que crean o modifican. Tal vez, los ejemplos más evidentes, son los de la U.E.O.M.A. (Unión Económica del África Occidental), Comunidad Andina, Mercosur, U.E. y UNASUR. En efecto, el art. 9 del Tratado de la U.E.O.M.A. de 10 de enero de 1994 establece que la «Unión tiene personalidad jurídica», redacción similar a la del art. 47 del T.U.E. por lo que se refiere a la U.E. Mientras que el art. 48 del Protocolo de Trujillo de 10 de marzo de 1996, por el que se modifica el Acuerdo de Cartagena y se crea la Comunidad Andina, dispone, de manera más precisa, que «La Comunidad Andina es una organización subregional con personería o personalidad jurídica inter­nacional», también, en esta línea, se sitúa el art. 1 del Tratado de Brasilia de 2008, cuando señala que UNASUR es «una organización dotada de personalidad jurídica internacional». Finalmente, el art. 34 del Protocolo de Ouro Preto, de 17 de diciembre de 1994, no puede ser más explícito al respecto, ya que dice que el Mercosur «tendrá personalidad jurídica de Derecho internacional».

 

Contenido Jurídico de la Personalidad Internacional de las Organizaciones Internacionales

A diferencia de los Estados que disfrutan de la plenitud de las competencias in­ternacionales, las O.I., debido a su naturaleza funcional y al principio de especialidad que informa su personalidad internacional, sólo van a poseer aquellas competencias que son necesarias para ejercer las funciones y alcanzar los objetivos que le fueron fijados por sus creadores, tal y como aparecen enunciados o se deducen de las reglas pertinentes de cada Organización.
La principal consecuencia que se deriva de esta afirmación es que las competencias internacionales van a variar necesariamente de una a otra O.I., lo que exige descender a cada Organización en concreto para saber, en cada caso, qué competencias internacionales es capaz de ejercer y cuál es el grado de efectividad que ha alcanzado en la vida internacional (CARRILLO SALCEDO: 30). No obstante este factor de incertidumbre, lo cierto es que la doctrina suele identificar unos derechos y obligaciones internacionales que conforman el contenido mínimo de la personalidad internacional de las O.I. y que se despliegan en los siguientes ámbitos: derecho a celebrar tratados internacionales; derecho a establecer relaciones internacionales; derecho a participar en los procedimientos de solución de diferencias internacionales; derecho a participar en las relaciones de responsabilidad internacional; derecho a disfrutar de ciertos privilegios e inmunidades internacionales.
Derecho A Celebrar Tratados Internacionales: La celebración de tratados es una de las formas más importantes de relacionarse y cooperar los sujetos internacionales, constituye también un test fundamental para apreciar la subjetividad internacional de un determinado ente. El alcance e importancia de estos tratados es muy variable, así algunos son necesarios para el propio funcionamiento de la Organización, tal y como sucede, por ejemplo, con los acuerdos de sede (acuerdo de 26 de junio de 1947 entre la O.N.U. y los Estados Unidos, sobre la sede de esta Organización en Nueva York), con los convenios sobre privilegios e inmunidades (acuerdo sobre los privilegios e inmunidades del Consejo de Europa de 12 de septiembre de 1949), o, en fin, con los acuerdos de coordinación o de cooperación con otras O.I. (los previstos en el art. 220 T.F.U.E., por los que se refiere a la U.E.).
DERECHO A ESTABLECER RELACIONES INTERNACIONALES: Una de las manifestaciones más palpables de la subjetividad internacional de las O.I. es la derivada de su participación en las relaciones diplomáticas internacionales, y al respecto vemos como éstas gozan del derecho de legación pasiva y activa, esto es, de la facultad de recibir o enviar representantes diplomáticos.
Codificada o sin codificar, lo cierto es que estamos ante una práctica jurídica muy desarrollada, que ofrece numerosos ejemplos de misiones permanentes de Estados acreditadas ante las O.I. universales o regionales, alcanzando su máxima expresión en el caso de la Comunidad Europea, donde conoce un desarrollo espectacular puesto que hay acreditadas ante ella más de 160 representaciones diplomáticas de Estados que no son miembros de la misma y de otros entes internacionales.
Lo que caracteriza a estas relaciones diplomáticas y las diferencias de las entabladas entre Estados es que cuando tratándose de legación pasiva interviene una O.I. se pro­duce una relación triangular y no bilateral, puesto que intervienen: la Organización, el Estado huésped y el Estado que envía la representación. De este modo, las misiones per­manentes se acreditan ante el órgano competente en la materia en la O.I., mientras que el Estado donde la Organización tiene su sede concederá, en el marco de las estipulaciones contenidas en el acuerdo de sede, a las citadas misiones las facilidades diplomáticas usuales (una ilustración de esta práctica la encontramos en el art. 17 del Protocolo sobre los privilegios y las inmunidades de las Comunidades Europeas de 8 de abril de 1965, modificado y adjuntado al Tratado de la U.E., por el Tratado de Lisboa de 2007).
Las O.I., como decíamos, también gozan del derecho de legación activo, si tal derecho se extrae de las «reglas particulares de la Organización». La práctica inter­nacional ofrece una gran variedad de ejemplos. De este modo, es frecuente que las Organizaciones establezcan una representación permanente ante la O.N.U. y los or­ganismos especializados de N.U.; también, suelen acreditar representaciones ante sus propios Estados miembros, bien para coordinar determinadas operaciones (por ejem­plo de desarrollo o de asistencia técnica, sería el caso de los coordinadores residentes de N.U. en el marco del Programa de las N.U. para el desarrollo), o bien para informar sobre sus actividades (por ejemplo, las Oficinas de Información y Prensa de la U.E. en sus Estados miembros).
DERECHO A PARTICIPAR EN LOS PROCEDIMIENTOS DE SOLUCIÓN DE LAS DIFERENCIAS INTERNACIONALES: En sus relaciones con otros sujetos internacionales las Organizaciones pueden entrar en desacuerdo con éstos suscitándose una controversia internacional. En el presente apartado, a través del examen de la práctica internacional, vamos a constatar cómo las O.I. pueden someterse a los procedimientos de arreglo de diferencias previstos en el Derecho internacional: la negociación, la mediación, la conciliación, los buenos oficios, el arbitraje, el arreglo judicial, etc. (art. 33 de la Carta de las N.U.).
La controversia puede surgir en las relaciones entre O.I., entre O.I. y terceros Estados y, finalmente, entre O.I. y sus Estados miembros. Por lo que se refiere a la primera posibilidad, una diferencia entre O.I. puede darse, por ejemplo, como con­secuencia del reparto de actividades entre O.I. que abarcan un mismo campo de ac­ción y están sometidas al principio de coordinación, como ocurre con la O.N.U. y los Organismos especializados.
La controversia puede también plantearse, decíamos, entre la Organización y un tercer Estado, en estos casos su arreglo puede confiarse bien a las propias partes en la diferencia, por ejemplo, a través de la negociación que puede o no estar institucio­nalizada (numerosos acuerdos celebrados por la Comunidad Europea prevén unos órganos de composición mixta encargados de su gestión y de la solución de las contro­versias que se deriven de su aplicación). O bien, puede precisar la intervención de un tercero; en este caso sus decisiones pueden tener o no tener valor jurídico obligatorio. Decisiones carentes de obligatoriedad jurídica se producen en los supuestos de buenos oficios, mediación, investigación y conciliación, estos mecanismos de arreglo están previstos en numerosos convenios multilaterales abiertos a la participación de O.I. (por ejemplo, art. 11.2 del Convenio de Viena para la protección de la capa de ozono de 22 de marzo de 1985; Anexo V de la Convención de las N.U. sobre el Derecho del Mar de 1982; art. 61 del Convenio Internacional del Cacao de 1986, etc.).

Finalmente, como apuntábamos, la diferencia puede surgir entre la Organiza­ción y alguno de sus Estados miembros, en estos supuestos habrá que distinguir si la controversia afecta al derecho interno de la Organización, en cuyo caso tendrán que examinarse los medios de solución previstos en el mismo, que pueden llegar hasta el sometimiento del desacuerdo a un órgano arbitral (en el caso de MERCOSUR, Pro­tocolo de Olivos de 18 de febrero de 2002) o judicial propio de la Organización (por ejemplo, el T.J.C.E., el Tribunal de Justicia de la Comunidad Andina y el Tribunal de Justicia de La Unión Económica y Monetaria del África Occidental); o se refiere a una situación exterior al orden jurídico interno pero está relacionado con el funciona­miento de la Organización, por ejemplo, problemas conectados con la aplicación de los acuerdos de sede.

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