El Código
Civil, como todas las legislaciones modernas en general, tuvo que referirse en
el tratado de obligaciones a los principios eternos de justicia, y de derecho
natural, qué sirvieron de base al precioso e inagotable depósito jurídico que
el pueblo rey legó a las generaciones futuras. Un conocimiento exacto de la
naturaleza humana, la previsión llevada hasta el último límite en el estudio de
las relaciones de derecho que entre sí pueden tener los hombres: un gran
respeto a la libertad individual, el conocimiento exacto de la verdadera misión
del Estado y del legislador, al intervenir en aquellas relaciones, no para
limitar la facultad del individuo, sino para garantizarla y armonizarla,
procurando su desarrollo y cumplimiento, y la combinación hábilmente trazada de
las reglas de la moral, de la equidad y del derecho, tales son los fundamentos
de la legislación romana, en materia de obligaciones, que han justificado el
título de razón escrita que sus disposiciones merecieron, y que la han hecho
aceptable, con ligeras modificaciones, hijas de las circunstancias y de los
tiempos, para todos los Códigos, cuya comparación y análisis nos proponemos
hacer en la presente obra.
Si se
ha de cumplir el fin racional asignado al hombre y a la humanidad, hay que
considerar, no solo las condiciones que dependan de la voluntad de aquel, sino
que es preciso hacerlas coincidir con la voluntad de las demás, determinar su
necesidad y hacerlas exigibles. No basta respetar la voluntad de, uno, sino que
para que aparezca la idea de derecho, es preciso que coexista con la de los
demás; porque el hombre, no solo es un ser libre, sino sociable, nacido para
tener relaciones con sus semejantes, y para estar ligado a ellos con
obligaciones recíprocas; su libertad puede estar limitada por los derechos
ajenos; pero la armonía, entre unos y otros, nacida del consentimiento mutuo,
lejos de ser una restricción, es un motivo de desenvolvimiento progresivo, que
garantiza el ejercicio de todas las facultades humanas. La determinación de ese
ejercicio, que tiene su base en la misma naturaleza humana, en su doble aspecto
de libertad y de sociabilidad, es el fin a que debe aspirar el legislador: la
realización del derecho es su verdadera misión, y dentro de este círculo puede
trazar los principios fundamentales que regulan las obligaciones y los
contratos; y como ha dicho un ilustre jurisconsulto, la fuerza obligatoria de
las convenciones, tiene por fundamento la naturaleza social del hombre, que a
la vez le ordena no dañar a sus semejantes y llenan, respecto de él, las
obligaciones contraídas, conforme a las leyes naturales y morales, y para gozar
él mismo de los beneficios que el cumplimiento de sus deberes sociales y
personales le han de procurar.
El
lazo moral, que se deriva de las relaciones que los hombres tienen entre sí, es
la obligación. Cuando ésta es de un carácter puramente privado, depende
únicamente de la conciencia, y no es, por así decirlo, exteriormente exigible;
la obligación no es jurídica, y está únicamente comprendida en la esfera de
acción de la ley moral. Pero cuando las relaciones humanas traspasan el círculo
trazado por la equidad, por la moral, y aun por la religión; y se extienden
hasta la sanción eterna de las leyes sociales, y llegan a la jurisdicción del
derecho positivo, las obligaciones entonces revisten un carácter jurídico, y
son objeto de los principios con que las define y desenvuelve el legislador.
La
naturaleza misma del contrato, indica las condiciones internas que exige. Como un contrato es el acto declarativo de la
voluntad común, de dos o más personas, para entrar en relación jurídica sobre
un objeto determinado, las condiciones generales que el Derecho natural, de
acuerdo en este punto con la mayor parte de las legislaciones positivas,
requiere para su validez, son: la capacidad de tener una voluntad razonable, la
libertad de la voluntad, el acuerdo entre las voluntades de las partes
contratantes; y por último, un objeto lícito sobre el cual se pueda contratar.
Bajo
el punto de vista de la anterior clasificación, no pueden contratar por carecer
de voluntad, que debe considerarse razonable, los menores de edad, los enajenados,
y generalmente, todos los que al contratar, no tienen exacta y completa
conciencia de sus actos.
Falta
la libertad de la voluntad, cuando los contrayentes obedecen en sus actos a una
violencia física o moral.
El
acuerdo entre las voluntades que contratan, no existe cuando hay error sobre la
sustancia misma, o sobre las cualidades esenciales del objeto, cuando uno de
los contrayentes ha obligado al otro, valiéndose de fraude o dolo a contraer un
compromiso; y por último, cuando la expresión de la voluntad, no es más que
parcial; es decir, cuando no se verifica más que de parte de uno de los
contrayentes.
Es
indispensable, además, que el objeto del contrato, es decir, lo que uno de los
contrayentes se obliga a, dar o a hacer, y el otro está facultado para exigir,
sea de naturaleza tal, que pueda, por así decirlo, formar la materia de una obligación.
Debe, por consiguiente, al menos en sus efectos, ser externa, porque no se
pueden contratar actos que únicamente sean apreciados en el terreno de la moral,
como el cariño, el agradecimiento, etc. Por otra parte, el objeto del contrato debe
ser físico, moral y jurídicamente posible. La perfección del contrato, que no debe
confundirse con su ejecución, existe cuando los contratantes han declarado su
voluntad en la forma exigida por la ley.
El
art. 1108 del Código Civil enumera cuatro requisitos esenciales para la validez
de las convenciones, requisitos que son comunes a todos los contratos:
·
El consentimiento de las partes que es el acuerdo de voluntades con ánimo
de crear obligaciones.
·
Su capacidad que refiere a la aptitud que tiene una persona de
realizar válidamente un acto jurídico,
·
El objeto que en cuanto al contrato es la creación de la obligación;
es la operación jurídica realizada por las partes mientras que en cuanto a la
obligación es lo que debe la parte que se obliga, es en otras palabras, la
prestación debida.
·
La causa de la obligación es la razón por la cual una persona decide
obligarse; es la misma de la obligación contraída, mientras que la causa del
contrato son los móviles un motivo es individuales que ha llevado a cada
contratante a celebrar un contrato, o sea con los fines perseguidos.
Por
tener como fin las reglas de la capacidad la protección del consentimiento, los
requisitos de formación de los contratos se reduce a tres: el consentimiento,
el objeto y la causa.
Es
preciso hacer tres observaciones a propósito del mencionado art. 1108 la
primera es que tanto el consentimiento como la capacidad no se requieren
solamente para el deudor sino también para el acreedor. La segunda es que la
incapacidad de una de las partes funciona como un vicio del consentimiento. En
ciertos casos y para ciertos contratos, exige en la ley una condición de que no
habla el art. 1108 y que concierne a la forma de la convención; existe, pues,
contratos formales.
Conviene en primer lugar,
averiguar en qué medida es necesario el consentimiento y cuál es su poder
creador; esta indagación requiere un estudio general de la autonomía de la
voluntad. Cuando se haya demostrado que, pese a los atentados inferidos contra
libertad de los contratantes, el consentimiento permanecer como elemento
esencial en el ámbito contractual, podrá emprenderse el examen del
consentimiento en sí mismo, el de su existencia, después el de los vicios
susceptibles de afectarlo, y finalmente el de la capacidad de los contratantes.
Toda nuestra legislación
civil Y comercial se encuentra impregnada del principio de la autonomía de la
voluntad y de su consecuencia necesaria el consensualismo. A los ojos de los
redactores del Código Civil y por ende la voluntad de las partes contratantes
es suficiente para la celebración de un contrato y por eso consagrado en el
art. 1134 la libertad de contratar: las
partes son libres de contratar y las convenciones constituyen la ley para
ellas. Pero sí es cierto que los contratantes son libres para obligarse en
las condiciones que ellos consideren pertinentes, no es menos cierto que ellos
se encuentran limitados por las disposiciones imperativas impuestas por el art.
48 de la Constitución de la República y por el art. 6 del Código Civil, según
los cuales las leyes que interesan al orden público y a las buenas costumbres
no pueden ser derogadas por los particulares. La libertad para contratar no puede
ser limitada sino por la justicia, por las buenas costumbres, por la utilidad
pública.
La limitación de contratar
no solamente se deriva del orden público y de las buenas costumbres. En nuestra
legislación particular nos encontramos con disposiciones expresas que prohíben
la celebración de determinados contratos. En otras ocasiones la libertad de
contratar se encuentra quebrantada a consecuencia de la imposición que hacen
legislador de necesariamente celebrar un contrato. Tal es el caso del seguro
obligatorio de vehículos de motor, establecido por la ley de Seguros y Fianzas,
que obliga a todo propietario o poseedor de un vehículo de motor a asegurarlo
por los daños que pueda ocasionar a un tercero.
En el lenguaje corriente,
el consentimiento es la voluntad de la persona que se obliga; mientras que ese
término designa, en la lengua del derecho, el acuerdo de dos o más voluntades.
Para que exista consentimiento se necesita, pues: primero la existencia de
voluntades individuales y segundo el concierto de esas voluntades. Por eso, el
estudio del consentimiento implica, a la vez, el análisis de la voluntad de
cada uno de los contratantes (existencia, vicios de esa voluntad, capacidad) y
el examen del concierto, del acuerdo de las voluntades; porque esos dos aspectos
del mismo problema no pueden ser disociados, por otra parte, cuando se trata de
precisar las reglas jurídicas que los rigen.
El análisis del
consentimiento es muy delicado, porque hace que intervengan un elemento de
volición, psicológico, interno, y la expresión, la exteriorización de esa
voluntad. Los textos legales no prestan en esto ninguna ayuda, porque los
redactores del Código Civil no concretaron nada. Por consiguiente, será
necesario, para permanecer dentro los límites del derecho positivo, recurrir a
una jurisprudencia abundante, sin descuidar el estudio de los códigos
recientes, cuyos redactores han consagrado numerosas disposiciones a la
existencia del consentimiento.
DEFINICIÓN
El consentimiento no es
otra cosa, aquí que el acuerdo de voluntades con ánimo de crear obligaciones;
su definición se confunde, pues, con la del contrato mismo, cuya trama o
substrato constituye; sin embargo, llega a su finalidad y no es constitutivo de
contrato sino en cuanto reúne ciertas condiciones y se exterioriza, se
concreta, de cierta manera.
El consentimiento por
residir en un acuerdo de dos o varias voluntades, es una noción forzosamente
compleja: las dos voluntades de que procede no se manifiestan jamás
simultáneamente; una de las partes dirigía la otra una oferta, una
policitación; le propone, por ejemplo, que le venda su casa; el destinatario de
la oferta la examina y después la rechaza o la acepta, con discusión o sin
ella; si la acepta, el consentimiento está al frente del contrato queda
formado; pero ha habido un período precontractual, en el curso del cual se
distingue el autor de la oferta, el policitante, y el destinatario de dicha
oferta, que, ulteriormente, se convierten aceptante.
NATURALEZA DEL CONSENTIMIENTO
En lenguaje corriente se
entiende por consentimiento como la voluntad de la persona que se obliga, pero
en el lenguaje jurídico consentimiento significa algo más. Significa el acuerdo
de las partes contratantes.
Con rendimiento es, como lo
define Eugene Gaudemet: el acuerdo de las partes respecto de un mismo objeto
jurídico. O como dice Louis Josserand, consentimiento no es otra cosa que el
acuerdo de voluntades con ánimo de crear obligaciones.
Ese acuerdo o ya concierto
de voluntades implica necesariamente un estudio de las voluntades individuales
de las partes contratantes, pero también un estudio del acuerdo en sí.
La voluntad y la necesidad de su
manifestación.
El derecho positivo
francés, aun cuando considera como necesaria la voluntad interna, exige no
obstante, para que produzca efecto esa voluntad, que se manifieste, que se
exteriorice; aquella debe demostrar, afirmar su existencia; por medio de esa
manifestación, deja de ser una pura operación del espíritu, para penetrar en el
plano social. La eficacia de la voluntad supone, por lo tanto, en derecho
francés, su existencia real (voluntad interna) y su manifestación (declaración
de voluntad). Sin embargo para revestir esa manifestación no se requiere forma
alguna ni ningún ritual.
En nuestro derecho positivo
si bien es cierto que la voluntad interna de una persona es necesaria para
crear obligaciones, para que surta efectos; no es menos cierto que esa voluntad
para que de una manera eficaz surta efectos jurídicos debe ser manifestada,
debe ser expresada. Se dice que la voluntad aislada no produce ningún efecto
jurídico, y eso es cierto, porque una persona por su propia y única voluntad no
puede convertir a otra persona en deudora; es preciso que esa voluntad se
encuentre contra voluntad y que ambas sean concordantes.
El acuerdo de voluntades
La voluntad aislada no
produce, en principio, ningún efecto jurídico, como ya vimos. Por su sola
voluntad el hombre no puede convertir en deudora a otra persona, encadenarla
con los vínculos de obligación. Las mismas razones no se oponen a que una
persona se torne deudora por su sola voluntad, por su promesa a unilateral; no
obstante, resulta dudoso que el derecho positivo francés admite a la promesa
unilateral como fuente de obligación; y los códigos modernos que hacen alusión
a ella no le dejan sino un campo de aplicación muy restringido. Con las
reservas que se concretarán, cabe considerar, pues, que tan sólo que el acuerdo
de voluntades, complementarias una de otra, es creador de obligaciones.
Ese acuerdo implica pues,
dos manifestaciones de voluntades concordantes: una de las partes toma la
iniciativa, poniendo la otra la contratación y está declara que consiente. La
primera declaración de voluntad es una oferta o policitación y la segunda, una
aceptación.
Ese acuerdo se realiza, ya sea instantáneamente, ya sea
luego de cierto plazo. Puede ser instantáneo si las partes están presentes o si
hablan por teléfono. Incluso en presencia la una de la otra, las partes piden a
veces un plazo de reflexión; ciertos tratos preceden a su decisión. Entre
ausentes que se concierta por medio de cartas, o por telegramas, lo fuerte está
separada forzosamente, por un plazo, de la aceptación; el acuerdo se realice en
dos tiempos, separados por un tiempo muerto. Sea instantáneo, o no, el
contrato, el consentimiento implicados operaciones; se compone de dos
voluntades expresadas: la oferta o policitación y la aceptación.
LA
OFERTA O POLICITACIÓN
La oferta, que se denominan
también policitación, no llega al conocimiento de una persona susceptible de
aceptarla sino por una manifestación exterior, pero que puede revestir las
formas más diversas. Es expresa cuando consiste en una invitación hecha
directamente, cuando por ejemplo, se hace una propuesta directamente una
persona para venderle una cosa. Pero es tacita desde el instante en que él
comportamiento, la actitud del oferente (el autor de la oferta), indican
necesariamente su voluntad de ofrecer; por ejemplo, el hecho de exhibir las
mercaderías en un escaparate con indicación de su precio, por ejemplo se ofrecen
cigarrillos con refrescos en una máquina; cuando se exhiben mercancías en una
vitrina; o cuando se instala un teléfono público.
La oferta no se dirige
necesariamente a una persona determinada; puede ser hecha a todo el mundo, al
público; puede cualquier persona aceptarla por su propia cuenta y hacer que
nazca instantáneamente un contrato. La instalación de un objeto en el
escaparate de una tienda, cuando va acompañada de la indicación de su precio,
constituye una oferta de ese género de que todo cliente puede aprovecharse. La
jurisprudencia francesa considera que, en principio, el comerciante que exhibe
sus mercancías, con el precio marcado, realiza una verdadera oferta, y se
encuentra obligado por la aceptación del primero que llegue.
Así, la oferta se hace unas
veces a personas determinadas, y otras, al público; es decir, en principio, a
cualquier persona que quiera aceptarla.
Se duda en ocasiones al
decidir si la manifestación de voluntad constituye una verdadera oferta, o si
no constituye más que una invitación a iniciar tratos. El interés es
importante; si existe verdadera oferta, una aceptación de ese ofrecimiento
perfecciona el contrato, y el autor de la oferta se halla obligado cumplir.
Reservas.
El oferente tiene la
facultad de rodear su oferta de reservas; lo que significa que puede
condicionar el ofrecimiento que hace. Esas reservas muchas veces son expresas,
cuando dice por ejemplo, vendemos pares de zapatos rebajados de RD$3,000.00 a
RD$2,000.00, oferta limitada a los primeros cien pares; o cuando se dirige a
personas determinadas, por ejemplo, vendemos libros exclusivamente para
estudiantes que puedan acreditar su condición.
Cuando la oferta se hace a
persona indeterminada, esas reservas son a veces tacitas; pueden resultar de la
voluntad presunta del oferente o de los usos. El proletariado ofrece su
departamento en alquiler, el hotelero que anuncia o publica el precio de sus
habitaciones, se reservan el derecho de rechazar a ciertas personas; porque
esos contratos se celebran siempre intuitu
personae (o sea
aquellos actos o contratos en que la identidad o determinadas
características personales de una parte (o de ambas) son factor determinante de
su celebración). Un
periódico, aunque haya dado a conocer sus tarifas de publicidad, conserva implícitamente
el derecho de revisar las peticiones de inserción que se le dirigen; incluso
tiene ese deber si son inmorales o sea presentar algún peligro para los
lectores. Las ofertas de venta a crédito están subordinadas a la solvencia del
eventual comprador.
La oferta al público no es,
pues, un ofrecimiento hecho a cualquiera, cuando para el proponente es esencial
la consideración de la persona del aceptante. La jurisprudencia Dominicana
reconoce que la oferta, o bien se hace a persona determinada o bien se hace al
público, y también puede contener reservas tácitas o expresas.
Los efectos de la oferta.
En la práctica resulta en
ocasiones difícil establecer si una persona lo que haces una simple invitación
a iniciar tratos, o si por el contrario a esa manifestación de voluntad es una
verdadera oferta. La solución aconsejable en estos casos dejar la solución a la
soberana prestación de los jueces, dependiendo de las circunstancias. La oferta
por sí sola no forma el contrato sino que ella constituye solamente la primera
operación del consentimiento en pro de su formación.
Existe un caso fuera de
toda discusión: cuando la aceptación sigue inmediatamente a la oferta el
ofertante no puede retirarla; el contrato ya se ha formalizado. Se trata pues,
del respeto al principio de la autoridad del vínculo obligatorio consagrado por
el artículo 1134 del código civil.
La determinación de los
efectos de la oferta presenta su mayor importancia en cuanto a los denominados
contratos entre ausentes o contratos por correspondencia.
En doctrina parece que hay
algunos puntos coincidentes en cuanto a la fuerza obligatoria de la oferta,
como son:
a)
Por
regla general, hasta la aceptación de la oferta no liga al oferente o
policitación. La oferta es en principio revocable hasta la aceptación. Se
admite en doctrina que en tanto la oferta no haya llegado al conocimiento del
destinatario puede ser válidamente retirada por el ofertante. Algunos autores
van más lejos, y consideran que aun cuando la oferta haya llegado al
conocimiento del destinatario de la misma puede ser retirada por el ofertante
hasta tanto no se haya producido la aceptación. Sin embargo, cuando la oferta
está acompañada de un plazo de aceptación, no cabe dudas de que el ofertante no
puede, sin comprometer su responsabilidad civil, retirar la oferta durante ese
plazo. Esta posición doctrinaria parece encontrar apoyo en una decisión de la
Primera Cámara de la Suprema Corte de Justicia, cuando dice que el encuentro de
las dos voluntades perfecciona la compraventa, y engendra la obligación,
también a cargo del oferente, de mantener la oferta durante el plazo que se
haya fijado para su aceptación o a falta de esta estipulación durante el plazo
que sea razonable. Resulta evidente, que una vez aceptada la oferta dentro del
plazo de aceptación otorgado, o dentro del plazo razonable, el ofertante no
tiene que ratificar su consentimiento, pues éste quedó expresado desde que hizo
la oferta.
b)
Cuando
el proponente no se encuentra dentro del plazo expreso o tácito, de aceptación
puede revocar su oferta, sin comprometer su responsabilidad. Sin embargo,
cuando su retirada no se funda en un motivo legítimo, puede comprometer la
responsabilidad del policitante. No se quiere que después de haber creado una
expectativa y esperanza legítima hacía el destinatario, puedan ofertante arrepentirse discrecionalmente; cometer y en
tal caso, un abuso de derecho, que sería sancionado por los daños y perjuicios.
Como lo señala Josserand: la libertad contractual tiene sus límites, aunque se
le considere bajo su forma negativa; no está permitido hacer mal uso de ella.
c)
La
muerte del policitante antes de la aceptación por parte del destinatario
produce la caducidad de la oferta.
Sin embargo, considero que
sí la muerte del ofertante ocurre dentro del plazo otorgado para la aceptación
de la oferta los sucesores del ofertante están obligados a respetar ese plazo. En
cuanto a los efectos de la oferta, la labor de la jurisprudencia dominicana ha
sido prolífica, como se pone de manifiesto en la sentencia siguiente:
Considerando, que tal como lo decidió el tribunal a-quo,
El acto suscrito, contiene una promesa unilateral de venta; que a no
haber sido aceptada dicha promesa unilateral de venta equivale a una simple
policitación, que no transmite al beneficiario la propiedad de ningún otro
derecho establecido sobre el bien objeto de la misma
Cámara Civil, S.C.J., 30 de mayo de 1994, B. J. 1062, Pág.
403
En otra sentencia del 2 de
junio del 2014, dictada por la Primera Cámara Civil de la Suprema Corte de
Justicia, esta cámara toma expresamente partido por la tesis que reclama de la
aceptación de la oferta para el perfeccionamiento del contrato. Al mismo tiempo
nos recuerda que de conformidad con el art. 1583 del Código Civil la venta es
perfecta entre las partes desde el momento en que se conviene en la cosa y en
el precio, sin necesidad de otro requisito.
Es eso lo que ha dicho la
referida cámara en el considerando que se transcribe a continuación:
Considerando, que el
art. 1583 del código civil prescribe que la venta es perfecta entre las partes,
y la propiedad queda adquirida de derecho por el comprador, respecto del
vendedor, desde el momento en que se conviene en la cosa y el precio, aunque la
primera no haya sido entregada ni pagada; que tanto la promesa de venta como la
oferta o policitación producen los mismos efectos jurídicos que los señalados
en el citado texto legal, la primera, cuando las dos partes han consentido
mutuamente respecto de la cosa y el precio, y la segunda, cuando el
destinatario de la oferta ha manifestado su aceptación.
Primera Cámara, S.C.J., 02 de junio del 2004, B. J. 1123,
Pág. 145
Pero es importante destacar
que esa misma sentencia se encarga de precisar los efectos de la oferta cuando
ella seguida de aceptación, al disponer en uno de sus Considerando:
...que en efecto la oferta de venta o policitación que hubo
en la especie, como lo ha entendido la Corte a-qua, crea, tan pronto se produce
la aceptación de la oferta, una obligación a cargo del oferente en razón de que
el encuentro de las dos voluntades perfecciona la compraventa, y engendra la
obligación, también a cargo del oferente, de mantener la oferta y, por
consiguiente, de no vender a un tercero durante el plazo que se haya fijado
para la aceptación o a falta de esta estipulación, durante el plazo que sea
razonable; que esta, la oferta, o bien se hace a persona determinada o bien se
hace al público y puede contener reservas tácitas o expresas.
Primera Cámara, S.C.J., 02 de junio del 2004, B. J. 1123,
Pág. 145
Según la sentencia anterior,
la facultad del policitante de retirar su oferta y por lo tanto de retractarse
de la misma, depende del conocimiento que tenga el policitante de que su oferta
fue aceptada. La aceptación del destinatario por sí sola no impide que la
oferta pueda ser retirada.
La misma suprema corte de
justicia diferencia claramente lo que es el contrato con lo que es la oferta o
policitación. En una especie juzgada dijo que tomar la palabra pedido, como
equivalente a contrato, es contrario a lenguaje y a los usos del comercio,
puesto que mientras el contrato exige un acuerdo de voluntades, el pedido es un
acto perfectamente unilateral, oferta o policitación de compra, susceptible,
desde luego de derivar en un contrato, cuando se produzca la aprobación o el
consentimiento del vendedor.
De igual manera lo ha
considerado ese máximo tribunal a propósito del seguro, cuando dijo que la
proposición de seguro es una simple policitación que no compromete a aquel que
la ha hecho ni obliga al asegurador.
Revocación y Caducidad de la Oferta.
Cuando el proponente no se
encuentra dentro del plazo, expreso o tácito, de aceptación, puede revocar su
oferta sin comprometer su responsabilidad. Solo seria de otra manera si obrara
por dolo o imprudencia; cometería entonces un abuso del derecho de retiro. El
retiro de la oferta puede ser expresó; es tácito si resulta de las
circunstancias, por ejemplo, de una oferta idéntica hecha a un tercero.
La oferta caducada, de tal suerte que su aceptación no
perfeccionan y el contrato, cuando el plazo de aceptación ha expirado. Existe
asimismo caducidad de la oferta cuando, con motivo de la aceptación, el
proponente no estaba ya en situación de expresar válidamente su voluntad: la
incapacidad del proponente con su muerte sobrevenidas entre la oferta y su aceptación,
impiden la perfección del contrato.
LA
ACEPTACIÓN.
A propósito de la
aceptación, se encuentran de nuevo algunos de los problemas relativos a la
oferta. El aceptante debe tener la voluntad real de aceptar, y debe manifestar
exteriormente su voluntad. Esa manifestación no está sometida a ninguna forma;
resulta suficiente con que establezca la voluntad cierta de aceptar. Al igual
que la oferta la aceptación de la oferta por parte del destinatario debe
resultar de una voluntad manifestada exteriormente dirigida al policitante. Esa
manifestación de la voluntad no se encuentra sometida a ninguna formalidad es
suficiente establezca la voluntad inequívoca de aceptar.
Es expresa cuando se hace
verbalmente o por escrito, o cuando resulta de un gesto inequívoco, como el que
consiste en introducir una moneda en un aparato automático de distribución.
Puede ser tacita; resulta, por ejemplo, el cumplimiento del trato propuesto por
el ofertante. Tal es el caso del contrato de mandato, que cuando el
destinatario no contesta la oferta, pero la cumple, ese cumplimiento equivale a
aceptación, tal como lo dispone el art. 1985 del código civil. Por otra parte,
es difícil a veces saber si cabe deducir una aceptación tácita de la actitud de
una de las partes. Todavía más, del simple silencio que haya guardado predial
oferta que se le haya hecho. La Suprema Corte de Justicia define la voluntad
tacita de aceptación como la que se induce de documentos, palabras o hechos
que, sin tener por objetivo directo, positivo o exclusivo manifestar la
voluntad generadora de un acto jurídico determinado, su mejor explicación
consiste en la existencia de esa voluntad en su autor.
El Silencio.
Es necesaria una manifestación de voluntad para establecer
la aceptación. ¿Cabe admitir entonces que el silencio, el hecho de no responder
a una oferta, constituya una aceptación tácita de ese ofrecimiento?
En principio, el silencio no equivale a aceptación. En
efecto, por lo general, las personas que guardan silencio entienden que no
aceptan las ofertas que se les hacen. Aquellas que, a diario, son objeto de ofertas
publicitarias, no se consideran como obligadas cuando no responden. Se
infligiría un ataque a la libertad de los individuos si se los constriñera a
rechazar cada uno de los ofrecimientos que a un oferente le plazca dirigirles.
La máxima: “Quien calla, otorga” no
posee, pues, ningún valor jurídico.
La jurisprudencia ha aplicado con frecuencia ese principio,
sobre todo en un caso donde un banquero había escrito a su cliente que, salvo
respuesta el contrario, lo ponía en la lista de los suscriptores de acciones
emitidas por una sociedad; igualmente a propósito de las empresas periodísticas
que remiten un ejemplar a eventuales lectores, a los que se indica que, a falta
de que devuelvan el envío, se considerará que han aceptado un contrato de
suscripción.
Gaudemet, tratando el efecto del silencio dice que éste
nunca es por sí mismo equivalente de aceptación. Y agrega que, en los casos muy
excepcionales en los que aparece una obligación como resultante del silencio lo
que en realidad acontece es que hay presunción de aceptación resultante de
ciertas circunstancias especiales.
La suprema corte de justicia de nuestro país se inscribe en
el mismo concepto precedentemente señalado, en cuanto a no asignarle en
principio al silencio ninguna validez, como se evidencia por las soluciones
indicadas a continuación:
Considerando, que bien el silencio puede ser en ocasiones
implicativo de consentimiento, ello no resulta sino en razón de las
circunstancias que lo acompañan y que dan al silencio un valor que no tiene por
sí mismo; en general, es la obligación de responder, para expresar un
desentendimiento, que da al silencio fuerza de consentimiento, y la causa más
ordinaria de esa obligación, está determinada por las relaciones existente
entre las partes que al ligarse, han sobreentendido el deber de hacer
recíprocamente todo lo necesario al éxito del negocio que sostienen.
S.C.J., 22 diciembre 1937, B. J. 329, pág. 735
El consentimiento no se presume y el silencio está
desprovisto, en principio, de todo significado jurídico; que fuera de los casos
en que la ley pronuncia expresamente la asimilación, no puede considerarse que
el silencio implique una manifestación de voluntad, salvo en los casos que el
individuo se encuentre colocado en una situación tal, que la otra parte necesariamente
deba interpretar su silencio como un compromiso
S.C.J., noviembre 1965, B. J. 660, pág. 922
En otra especie juzgada
nuestro máximo tribunal judicial determinó que no se había probado que el
destinatario de una oferta contenida en una carta la había aceptado.
El decano Voirin escribe
muy exactamente que el silencio “torna
impenetrable la voluntad de aquel que lo guarda y permite dudar de que éste
haya tenido, en su fuero interno, la voluntad de adoptar una decisión”
Sin embargo, existen
circunstancias excepcionales en las que el solo hecho de observar silencio debe
interpretarse como una manifestación de la voluntad de aceptar:
1.
El
legislador asigna a veces expresamente al silencio el valor de una aceptación.
Sucede así en dos contratos de cumplimiento sucesivo, el arrendamiento y el
seguro. El código civil (art. 1759) dispone que el arrendamiento no denunciado
en el momento de su expiración se renueva por tácita reconducción si el
arrendatario continuar en su coste. En nuestro país en el negocio del seguro la
práctica admite que el seguro se renueva por igual período cuando ninguna de
las partes ha manifestado su intención en sentido contrario.
2.
Algunos
usos profesionales, que tienen fuerza de ley supletoria, toman en cuenta a
veces el silencio guardado durante cierto tiempo como si obligara a la persona
a la que se le ha dirigido la oferta, y que ha tenido conocimiento de ella.
3.
Las
partes pueden decidir válidamente, con motivo de una convención reguladora de
sus futuras relaciones contractuales, que su silencio equivaldrá a aceptación.
4.
La
jurisprudencia estima que el silencio equivale a aceptación:
a.
Cuando
la oferta se hace en interés exclusivo del destinatario. Al no tener éste
ninguna razón para rechazarla, debe presumirse su aceptación, y no su negativa.
Sucede así con la oferta hecha por un acreedor a su deudor para una remisión
parcial de deuda, oferta que el acreedor había querido retirar a continuación,
por pretender que no había sido aceptada.
b.
Cuando
las partes mantienen relaciones de negocios. Pero, en este caso, la corte de
casación deja la máxima amplitud a los tribunales, que resuelven si las
relaciones comerciales son suficientemente íntimas como para justificar esa
presunción. El silencio tendría una significación particular si fuera guardado
a continuación de una oferta hecha periódicamente, y nunca rechazada hasta
entonces; o cuando se hubieran emprendido algunos tratos ya; se deberán tener
en cuenta igualmente algunos usos profesionales, costumbres de los
comerciantes, sobre todo su comportamiento anterior en las mismas
circunstancias.
Concordancia de la oferta y la
aceptación.
La oferta y la aceptación
deben ser complementarias. Para que haya acuerdo es preciso que la aceptación
sea conforme con la oferta. En caso contrario habría una contraoferta, que
debería ser a su vez aceptada.
Cuando existe concordancia
entre la oferta y la aceptación el contrato se encuentra debidamente
perfeccionado, pues esa concordancia conforme el acuerdo, forma el
consentimiento. Esa concordancia cuando las partes encuentran presentes o
hablan por teléfono se produce instantáneamente, salvo que ellas decidan
subordinar el negocio jurídico a la redacción de un escrito o al cumplimiento
de cualquier otra formalidad. El problema de la concordancia se presenta en los
denominados contratos por correspondencia o entre ausentes, que son
susceptibles de hacer que nazcan dos dificultades, como son: la determinación
del momento y del lugar en que se produce el acuerdo de voluntades.
MOMENTO
Y LUGAR DE LA FORMACIÓN DEL CONTRATO.
La determinación del
momento y del lugar en que se perfecciona el contrato presenta un variado
interés práctico.
El momento de
perfeccionamiento del contrato nos presenta como puntos de interés asuntos tan
variados como los siguientes: a) a partir del momento en que el contrato esté
concluido no es posible que una voluntad unilateral lo revoque, pues el art.
1134 del Código Civil se opone a ello; b) si el contrato no está
definitivamente concluido el ofertante puede retirar su oferta sin responsabilidad;
c) La muerte o la incapacidad del policitante o del destinatario constituiría
un obstáculo para la formación de un contrato no concluido; d) los riesgos en
la venta de un cuerpo cierto se manifiestan distintamente dependiendo si el
contrato se ha concluido o uno; e) un contrato se rige por la ley vigente al
momento de su perfeccionamiento. Si se publica una ley nueva, es preciso
establecer la fecha del contrato para determinar cuál es la ley aplicable.
Es lo que ha considerado la
jurisprudencia Dominicana al consagrar que la legislación aplicable, de
conformidad con el principio constitucional de la no retroactividad de la ley,
es la que decía al momento de convenido el mismo.
En cuanto al lugar de la
celebración del contrato su importancia radica fundamentalmente en cuanto a la
competencia territorial del tribunal que deba conocer de una litis, en aquellos
casos en que la competencia depende del lugar de la formación del contrato.
El contrato entre ausentes.
La conclusión de un
contrato entre ausentes (más exactamente, entre no presentes, porque no se
trata de la ausencia en el sentido exacto del término) es susceptible de hacer
que nazcan dos dificultades. La primera ha sido expuesta ya y concierne al
retiro y a la caducidad de la oferta. La segunda atañe a la perfección misma
del contrato: la determinación del lugar y del momento en que la oferta y la
aceptación se encuentra para formalizar un contrato.
El contrato entre ausentes
puede ser concertado por carta un telegrama; es el contrato por
correspondencia; este contrato plantea la doble cuestión del tiempo y del lugar
de formación; además de que el lugar en que se perfecciona el contrato depende
del momento en que se concluye. El contrato concertado por teléfono es también
un contrato entre ausentes; este contrato suscita tan solo la cuestión del
lugar de formación.
Los cuatro sistemas propuestos.
Sistema de la emisión. Sistema de la información.
Entre los autores parece
que no hay discusión en cuanto a que con la aceptación de la oferta se cierra
el contrato. Pero el problema surge cuando tratamos de establecer si la mera
aceptación del destinatario de la oferta es suficiente para que se opere el
acuerdo o si se requiere además, que esa aceptación haya sido conocida por el
ofertante. Al efecto se han propuesto los cuatro sistemas siguientes:
1.
Sistema
de la declaración de la voluntad. Según este sistema el contrato se
perfeccionan desde el momento mismo en que el destinatario firma la
correspondencia de aceptación; sin necesidad de ningún acto de exteriorización
por su parte. Se le critica a este sistema que la prueba del momento de la
formación del contrato depende de la buena fe del aceptante; porque puede
ocurrir que este no remita la correspondencia de aceptación.
2.
Sistema
de la emisión. Según este sistema no basta que el destinatario de la oferta la
había aceptado pura y simplemente, es necesario además, que la correspondencia
se remita al ofertante. Se critica este sistema bajo el alegato de que el
aceptante tiene pleno derecho a retirar la correspondencia antes de ser
entregada al policitante.
Debemos indicar que el sistema de la
declaración de la voluntad y el sistema de la emisión tienen un punto en común:
el contrato se perfecciona desde el momento de la aceptación de la oferta por
parte de su destinatario.
3.
Sistema
de la recepción. El contrato se concluye tan pronto el ofertante recibe la
correspondencia que contiene la aceptación; presumiéndose que por el sólo hecho
de la recepción se tiene conocimiento de dicha aceptación. Se critica este
sistema porque no se puede concebir que una persona se encuentre obligado sin
conocer el contenido de la correspondencia.
4.
El
sistema de la información o de la cognición. Según este sistema el contrato se
perfecciona tan pronto el ofertante tiene real y efectivamente conocimiento de
que su oferta fue aceptada. Este sistema parte del principio de que el que
tiene la intención de obligarse voluntariamente, no entiende quedar obligado
sin saberlo. A este sistema se le critica de que al exigir al conocimiento del
ofertante de la aceptación de su oferta, se caería en un círculo vicioso, pues
se exigiría una vez que el aceptante tenga conocimiento de que su aceptación ha
sido conocida por el policitante.
Tanto el sistema de la
recepción como el de la información o cognición tienen en común que subordinan
el perfeccionamiento del contrato al conocimiento que el policitante tenga de
que su oferta fue aceptada por el destinatario de la misma.
La escogencia de un sistema
para determinar el momento en que se perfecciona el contrato es un punto
neurálgico de nuestro derecho, lo que se ponen de manifiesto por la variedad de
sistemas propuestos.
Sobre la solución al
problema planteado dice Josserand que durante largo tiempo la teoría de la
información triunfó, sobre todo en jurisprudencia. Lo mismo que se puede
revocar el poder dado a un particular mientras éste no ha cumplido su mandato,
así es necesario que se pueda volver sobre la aceptación dada por carta
mientras ésta no ha alcanzado su finalidad, por ejemplo, por medio de telegrama
que llegue antes que ella y prevenga sus efectos.
El mismo Josserand parece
llegar a las conclusiones siguientes: primero, la asimilación de los contratos
entre presentes a los contratos entre ausentes es impracticable: porque, a
diferencia de los presentes, los ausentes no están nunca seguros de la
coincidencia de sus voluntades; en el momento en que el policitante recibe la
aceptación, el autor de esta ignora sí los dos consentimientos se han reunido;
ignora, sobre todo, si el ofrecimiento se ha mantenido hasta el momento en que
su carta ha llegado a destino. Esto es lo que decía Kant que el contrato
consensual entre ausentes es inconcebible. De todas maneras, habrá que
resignarse a utilizar un criterio de aproximación. Segundo, es normal y
equitativo que quien tomó la iniciativa de la oferta y recurrió para la
formación del contrato a una técnica que presenta ciertos peligros, tome su
cargo los riesgos del procedimiento por él empleado. Tercero, el sistema de la
información suscita dificultades que atenúa sensiblemente el de la declaración:
no es fácil conocer el momento en que la aceptación ha llegado a su destino,
mientras que el día y aun la hora del envío de una carta se prueba por el
timbre de la administración de correos. Cuarto, el sistema de la declaración
hace ganar tiempo: el aceptante está en condiciones de ejecutar inmediatamente
el contrato que sabe que se ha formalizado; en el sistema de la información,
deberá esperar a que la aceptación haya llegado a destino; se impondrá la expectativa
durante días, quizás durante semanas.
A renglón seguido el
ilustre maestro agrega, se comprende, pues, que nuestra jurisprudencia se
incline, desde hace largo tiempo, a consagrar la teoría de la declaración. La
Corte de Casación, que vacilaba en pronunciarse considerando que se trataba de
una cuestión de hecho que se escapa a su control, ha consagrado por fin el
sistema de la declaración; de esta manera ha aceptado la opinión dominante, no
sólo en las cortes de apelación, sino también en el derecho como legislativo,
que se pronuncia en el mismo sentido.
Gaudemet, por su parte,
parece estar de acuerdo en que: Primero, el contrato se forma, en principio,
por la recepción de la aceptación. Segundo, tal recepción implica presunción de
conocimiento. Tercero, se admite prueba de que el conocimiento o no ha
coincidido con la recepción. Esta prueba queda a cargo del policitante. Si se
rinde y aparece que el policitante no tiene culpa alguna, la formación del
contrato se pospone hasta el momento del conocimiento real.
Por su parte los profesores
Mazeaud, citando sentencias de la corte de casación. Consideran que la
determinación del momento de la formación del contrato era una cuestión de
hecho, abandonada a la soberana apreciación de los jueces del fondo.
Interés de la elección.
La determinación del
momento y del lugar de perfección del contrato presenta múltiple interés
práctico.
1.
Momento
de la formalización:
a.
Como
el retiro de la oferta puede producirse desde la expiración del plazo, expreso
o tácito, de aceptación, hasta esa aceptación, que perfecciona el contrato, la
determinación del momento de ese perfeccionamiento permitirá apreciar si el
retiro ha sido tardío o no.
b.
En
los sistemas que admiten que el contrato no se ha formalizado definitivamente
hasta el momento en que el proponente tiene conocimiento de la aceptación, el
aceptante puede, hasta ese instante, desdecirse su aceptación, advirtiendo el
proponente, por ejemplo, mandándole un telegrama que anule los términos de la
carta de aceptación.
c.
La
muerte o la incapacidad del proponente o del aceptante es un obstáculo para el
perfeccionamiento del contrato; no surte efectos sobre el contrato ya
formalizado.
d.
En
los contratos, como la venta de un cuerpo cierto, que son traslativos de
derechos reales, los riesgos quedan a cargo del comprador a partir de la
perfección de la compraventa. Hace falta, pues, por sí la cosa perece, conocer
el momento exacto de la formación del contrato, para saber quién soporta esa
pérdida.
e.
Un
contrato sigue regido por la ley que estaba en vigor en el momento de su
perfeccionamiento. De ahí la necesidad, en el caso de que se publique una nueva
ley, de precisar la fecha en que se haya concertado el contrato.
2.
Lugar
de formación:
a.
En
caso de litigio sobre el cumplimiento del contrato, la competencia territorial
del tribunal está fijada, algunas veces en materia civil, con frecuencia en
materia comercial, por el lugar en que se haya concluido la convención.
b.
Se
ha sostenido, en derecho internacional privado, que el contrato está sometido,
a falta de acuerdo de las partes sobre la ley aplicable, a la del lugar de su
conclusión. Ese lugar constituirá, pues, un elemento de dependencia para con
una ley determinada.
La jurisprudencia.
Los tribunales han sido
llamados a pronunciarse sobre esta cuestión, sobre todo para determinar su
competencia territorial. Pero están divididos, y la Corte de casación ha
oscilado mucho tiempo entre dos soluciones.
En reiteradas ocasiones ha
visto en la determinación del momento de formación del contrato una cuestión de
hecho, que ha entregado, en consecuencia, a la apreciación soberana de los
jueces del fondo, encargados de interpretar la voluntad de los contratantes.
Tal era la opinión de la cámara civil, el 2 de febrero de 1932 (S. 1932. 1. 68).
Es la solución renovada por la cámara civil, sección social, el 20 de junio de
1954 (Sem. Jur., 1955. II, 8755 y nota de RABUT): “Que, en las convenciones que se concierta por correspondencia, la
fijación del momento y, en consecuencia, del lugar donde se ha hecho perfecto
el contrato, es generalmente una cuestión de hecho, cuya solución depende de
las circunstancias de la causa … ”; la impresión se agrega a la prudencia.
Pero, en otras sentencias,
entre ellas las más recientes, la corte de casación se ha pronunciado muy claramente
por la tesis de la expedición: la cámara de admisión, el 21 de marzo de 1932: “Que… La formación de la promesa se realiza,
y el contrato se torna perfecto, por la aceptación de las proposiciones que se
hace, desde el instante en que esa aceptación tiene lugar;...que por lo tanto
es en Gannat, donde tuvo lugar la aceptación de Faucheux, donde se ha realizado
la formación de la promesa”; la Cámara civil, sección social, el 2 de julio
de 1954: Considerando que un contrato se entiende formado en el lugar de la
aceptación…; después, el 22 de abril de 1955: “Que, si las condiciones previas a la conclusión del contrato de
representación en cuestión han sido transmitidas de Banyuls a G., ha sido en
Perigueux, donde este no ha dejado de residir, donde han sido aceptadas por él”,
de tal suerte que el consejo de prud’hommes
de Perigueux era competente para fallar; y, el 22 de junio de 1956: “El lugar de la obligación es aquel de dónde
ha salido la carta de aceptación”.
Solución de la dificultad: las dos
cuestiones que hay que distinguir.
Las dudas de la
jurisprudencia provienen de una confusión entre dos cuestiones distintas. La
primera, que es una cuestión de hecho, consiste en determinar el momento en que
se produce la aceptación. Por el contrario, la segunda plantea un problema de
derecho: el contrato ¿se perfecciona por la sola aceptación o por el
conocimiento que tenga el proponente de la aceptación de su oferta?
Cuestión de hecho: el momento de la
aceptación.
Para determinar el momento
a partir del cual se convierte en aceptación definitiva un proyecto de
aceptación, hay que averiguar la voluntad del destinatario de la oferta. ¿Ha
querido obligarse desde el instante de la redacción o la firma de su carta de
aceptación, o solamente cuando se ha desprendido de la misma, cuando la ha
expedido? No puede darse ninguna respuesta de principio, puesto que se trata de
descubrir una intención.
Cada estimar, sin embargo,
que, verosímilmente, el aceptante ha querido reservarse su decisión hasta la
expedición: no ha querido obligarse mientras que conservaba el documento y
podía destruirlo. Pero en eso no existe nada más que una presunción; los jueces
del hecho apreciarán soberanamente su fundamento.
Se necesita observar,
además, que los jueces no podrán si no rara vez referirse al momento de la
redacción y la firma de la carta; porque así como es fácil conocer la fecha de
la expedición (por el matasellos del correo), así es difícil saber en qué
instante tuvo lugar la declaración de voluntad, aquel en que se ha redactado la
carta.
Pero, ¿no cabe sostener que
la aceptación no es definitiva más que el día en que la carta llega a manos del
proponente? Ese razonamiento que han sostenido algunos partidarios de la tesis
de la recepción: hasta ese día, observan, el expedidor puede reclamar la
restitución de su carta. Eso es confundir la averiguación del momento en que se
produjo la aceptación y la averiguación del momento en que se formaliza el
contrato. Por una interpretación razonable de la voluntad del aceptante, debe
considerarse —salvo circunstancias muy excepcionales— que ha querido aceptar,
lo más tarde, cuando se ha separado de su carta al confiarla al correr; la
cámara civil, sección social, de la corte de casación, en su citada sentencia
del 22 de junio de 1956 toma en cuenta el despacho de la carta de aceptación.
La aceptación se produce,
pues, ya sea en el momento de la firma de la carta; ya sea, lo más tarde, en el
momento de su expedición.
LA
REPRESENTACIÓN
La manifestación de
voluntad debe emanar de las partes o de sus representantes. — Las partes
contratantes no están obligadas más que por sus propias voluntades, que son las
únicas en poder manifestar. Pero ese principio contiene una excepción: en caso
de representación, la manifestación de voluntad no emana dé la parte obligada
por el contrato, sino de la persona que la representa; la voluntad del
representante obliga al representado. Por ejemplo, el menor está representado
por su tutor; el mandante, por el mandatario que ha elegido.
EFECTOS
DE LA REPRESENTACIÓN
Relaciones del representado
con el otro contratante y con el representante. Por efecto de la representación,
todo sucede, con respecto a la persona que contrata con el representante, como
si tratara con él representado; es el representado, y no el representante, el
que se convierte en acreedor o deudor, y el que responde de las culpas en que
haya incurrido el representante en el cumplimiento del contrato. En las
relaciones del otro contratante y del representado, el representante se
esfuma.
Por el contrario, las
culpas del representante son susceptibles de comprometer su responsabilidad
frente al representado; obligado por las consecuencias de las culpas de su
representante, el representado puede, en efecto, repetir: en las relaciones
del representado y del representante, éste es responsable de las culpas en que
haya incurrido al concluir o al cumplir el contrato.
REQUISITOS
DE LA REPRESENTACIÓN.
Enumeración.
El representado no queda
obligado más que si se reúnen tres requisitos en el representante; es preciso
que éste tenga: primero, el poder de representar; segundo, la voluntad de
representar; tercero, la voluntad de contratar.
Primer requisito: el poder de
representación.
El representante obtiene
sus poderes, ya sea fuera de la voluntad del representado: representación
forzosa; ya sea de la voluntad del representado: representación voluntaria o
convencional.
En la representación
forzosa, los poderes son dados al representante por la ley o por los
tribunales. Por la ley: es la representación legal. Así, el artículo 220 del
Código civil concede a la mujer el poder de representar a su marido en los
actos domésticos (cfr. Parte I, n. 1095); el tutor es el representante legal de
su pupilo, etc. Por los tribunales: es la representación judicial. Así, el
artículo 219 del Código civil permite a los tribunales que confieran a cada uno
de los esposos poder de representar a su cónyuge (cfr. Parte I, n. 1091); los
tribunales recurren con frecuencia a administradores judiciales, que reciben la
misión de gestionar los intereses cuya suerte está en suspenso hasta la
terminación del litigio.
Representación voluntaria o
convencional: El mandato es el contrato por el cual el representado (el
mandante) concede a una persona (el mandatario) el poder de representarla. El
mandato, como cualquier contrato, necesita en ambos contratantes una voluntad
no viciada. El mandante debe ser capaz. Se concretará (cfr. infra, n. 154) que
la capacidad del mandatario es indiferente para el cumplimiento del mandato: un
mandatario incapaz obliga a su mandante para con el otro contratante; por el
contrario, su incapacidad impide que asuma válidamente obligaciones con
respecto al mandante.
Poder general y poder
especial: El poder conferido al representante es unas veces general, y otras
limitado a ciertos actos. El artículo 1.988 del Código civil dispone que el
mandato concebido en términos generales confiere poderes de administración, y
no de disposición; por consiguiente, no es posible una enajenación por un
mandatario sino con un mandato expreso de enajenar. Incluso en ocasiones, el
legislador, a fin de que el mandante no quede obligado, pese a él, por actos
considerados como muy peligrosos, exige un poder especial para el acto
particular considerado; por ejemplo, para la confesión judicial (art. 352 del
Cód. de proc. civ.) o papa el compromiso (art. 1.989 del Cód. civ., según la
jurisprudencia: Civ., 11 de enero de 1921; Gaz. Pal., 1921. 1. 250; S. 1922. 1.
110; D. 1924. 1. 135; Civ., 18 de mayo de 1942; Gaz. Pal., 1942. 2. 47; S.
1942. 1. 194; D. A. 1942. J. 105). De todas maneras, el mandato debe ser
interpretado siempre de manera restrictiva (art. 1.989 del Cód. civ.).
Poder aparente de representación.
Aunque el representante
obre más allá de sus poderes y hasta sin poder alguno, es posible que el
representado se encuentre obligado. Eso es lo que se produce en caso de
representación aparente, sobre todo de mandato aparente (cfr. Léauté, Le mandat
apparent, en Rev. trim. droit civil, 1947, págs. 288 y siguientes).
La persona que ha tratado
con el representante aparente debe haber actuado de buena fe. Pero es preciso
algo más que eso: es preciso que haya adoptado las precauciones normales. La
cuestión no se plantea, pues, sino en el caso en que no quepa reprocharle
ninguna imprudencia.
En ese supuesto, la
jurisprudencia, a fin de exigir la responsabilidad del representado aparente,
se funda en la culpa en que ha incurrido al elegir un mandatario capaz de
engañarle o por crear una apariencia susceptible de abusar de los terceros.
Pero, aunque el
representado aparente no se haya hecho responsable de ninguna culpa, se
necesita también darle a los terceros una acción contra él. Se debe considerar
que está obligado a cumplir el contrato concluido en su nombre cuando el error
cometido por el tercero fuera invencible. Se aplicará aquí el adagio: "Error communis facit jus”, lo
mismo que se le aplica al heredero verdadero por los actos realizados por el
heredero aparente. Los terceros tienen el derecho de atenerse a la apariencia
cuando ésta sea invencible.
El contrato consigo mismo.
Sea cual sea su amplitud,
¿encuentran los poderes del representante un límite cuando desea contratar
consigo mismo? Encargado de vender un bien, el representante desea comprarlo.
Técnicamente, ese negocio
es posible; porque está formado por el acuerdo de dos consentimientos, el del
representado, dado por el representante, y el del representante como la otra
parte, que él da por sí mismo. Pero, en la práctica, eso es extremamente
peligroso. Ignorando que el representante tiene la intención de tratar con él,
el representado le revelará lo que habría mantenido en secreto si hubiera
creído que se encontraba frente al otro contratante, sobre todo las condiciones
mínimas en que se encuentra resuelto a concluir. Al tener en el negocio un
interés personal, el representante, conscientemente o no, descuidará los
intereses del representado en beneficio de los suyos propios.
Por eso, la ley dicta
medidas protectoras del representado en ciertos casos de representación
forzosa: encarga al tutor subrogado que reemplace al tutor siempre que este
último se halle en oposición de intereses con el pupilo; prohíbe al tutor la
compra de un bien perteneciente a su pupilo (art, 450, párr. 39, del Cód.
civ.). La jurisprudencia ha extendido a todos los asistentes de incapaces —los
curadores, por ejemplo— la prohibición de contratar con el incapaz; "Nemo potest auctor esse in rem suam”.
Es preciso igualmente
tratar con severidad el contrato consigo mismo en la representación
convencional. La Cámara civil ha estimado que “el mandatario que se entrega,
sin saberlo su cliente, a operaciones de la otra parte, incurre en dolo” (Civ.,
10 de diciembre de 1912; D. 1914. 1. 97 y nota de Lacour; S. 1916. 1. 41 y nota
de Naquet; cfr. infra, n. 193). La prohibición para el mandatario de
constituirse en parte contraria resulta evidente de la voluntad de las partes
sanamente interpretada: el mandante no ha podido querer correr ese riesgo.
Pero, por ser esa regla supletoria, nada impide al mandante atribuir
expresamente al mandatario el poder de tratar consigo mismo. Ese poder podría
resultar también de usos particulares: en materia de sociedades, se admite que
las personas que tienen el poder de representar a la sociedad pueden concluir,
en nombre de ésta, contratos con ellos mismos; pero tales contratos están sometidos,
en las sociedades por acciones, a requisitos rigurosos, destinados a asegurar
la protección de la persona moral (ley del 24 de julio de 1867, art. 40,
modificado por la ley del 4 de marzo de 1943).
Segundo requisito: la voluntad de
representación.
El representante debe obrar
con la voluntad de representar y debe manifestar esa intención.
Cuando un representante que
tenga un poder general, el tutor, por ejemplo, contrata con la intención de
obrar por su propia cuenta, ese acto sigue sin surtir efecto sobre el
representado.
El representante debe
manifestar su intención de obrar por cuenta ajena: el otro contratante debe
saber, si no con quién trata, al menos que no negocia con el representante. Si
éste deja que se ignore en qué cualidad trata, el representante se obliga
personalmente para con el otro contratante, sin obligar al representado (cfr.
infra, n. 807); pero si aquél ha tratado de esa suerte por instrucciones de su
mandante, tendrá repetición contra éste. Semejante situación se encuentra en
las relaciones comerciales cuando el comisionista (árt. 94 del Cód. de com.) no
sólo no revela el nombre de su comitente, sino que no declara en qué cualidad
obra. Acerca de este punto, el derecho francés rechaza, pues, el sistema de la
voluntad interna: le concede efecto a la sola voluntad declarada (cfr. supra,
n. 123).
Tercer requisito: La voluntad de
contratar en el representante.
El representante no se
halla en la situación de un mensajero que se contenta con transmitir una orden,
y cuya voluntad es indiferente. Posee aquél una iniciativa, cuyos límites
varían según la misión que se le haya dado. Su voluntad propia desempeña, pues,
un papel.
Por eso, la voluntad del
representante debe existir: la demencia del representante impediría que se
perfeccionara el contrato.
Asimismo, la voluntad del
representante no debe estar viciada: una violencia ejercida sobre el
representante, para compelerle a concluir un contrato en nombre del
representado, permitiría demandar la nulidad de ese contrato que no se ha perfeccionado,
por defecto de una voluntad libre.
Más delicada resulta la
cuestión de saber si el representante debe ser capaz. Está resuelta por la ley
para los representantes legales: el artículo 442 del Código civil exige la
capacidad del tutor, salvo que sea el padre o la madre del pupilo, caso en que
aquél puede ser menor (cfr. Parte I, n. 1278). En la representación
convencional, se decide, ante la falta de texto legal, que la incapacidad del
representante no constituye obstáculo para la validez del contrato que haya
concluido en nombre del representado (Civ., 4 de enero de 1934; D. H. 1934. 97;
S. 1936. 1. 137 y nota de Vialleton).
Así pues, existe una
diferencia entre el efecto de un vicio del consentimiento del representante
convencional y el efecto de su incapacidad. Esa diferencia se justifica en
derecho y dé hecho.
En derecho, las reglas de
las incapacidades tienden a asegurar la protección de los intereses del mismo
incapaz; por eso, el mandato confiado a un mandatario incapaz no creará
obligaciones con cargo a éste (cfr. supra, n. 140); por el contrario, el
incapaz no tiene que ser protegido contra los actos que celebra en nombre de
otro; porque esos actos no le atañen. Por otra parte, si es necesaria la
voluntad del representante en el contrato que concluye por otro, la voluntad
principal sigue siendo la del representado.
De hecho, el representado
conoce la incapacidad de su representante; y lo ha elegido pese a tal
incapacidad; no podría, pues, quejarse. La situación es muy diferente en caso
de vicio del consentimiento del representante, vicio que el representado no ha
podido prever; por ejemplo, una violencia ejercida contra el representante. Si
el Código civil ha exigido la capacidad del representante legal, es porque el
representado legal no elige a su representante.
FUNDAMENTO
DE LA REPRESENTACIÓN.
Sustitución de una persona por otra.
Los partidarios de la
autonomía de la voluntad explican los efectos de la representación por la
voluntad del representado; si se ha obligado, es porque lo ha querido. Esa
explicación es válida, pero solamente para la representación convencional.
En realidad, la
representación se explica por la sustitución, que la ley ordena o permite, de
una persona por otra. La persona sustituida no es ya sino la prolongación de aquella
por la que ha sido sustituida. Se encuentra una sustitución análoga en materia
de responsabilidad civil, donde es el fundamento de la responsabilidad de los
comitentes (cfr. injra, n. 483). Permite igualmente resolver los problemas
planteados por la responsabilidad del Estado, de las corporaciones públicas y,
con más generalidad, de las personas morales.
Cumpliendo con las
obligaciones propuestas nos dirigimos a entrevistar dos licenciados del derecho
para que los mismos nos dieran su parecer en cuanto a los temas aquí propuestos
y no se relatarán un poco de su experiencia y de las incidencias de los
contratos en la vida jurídica. Los mismos con sobrada cortesía se dispusieron a
darnos los señalamientos que parafraseamos a continuación.
Conversamos con el
Licenciado Esteban Castillo Garrido, quien nos dio su parecer en cuanto a la
manera en que las personas interpretan las obligaciones que envuelven los
contratos, nos dijo que realmente era lamentable como las personas se ligaban a
contratos que realmente desconocían y por los que se obligaban de forma, si se
quiere, injusta. El expresaba la necesidad de que las grandes compañías que
suelen utilizar contratos de adhesión para con sus nuevos clientes debían
asegurarse que el cliente estuviera entendiendo y consciente de lo que estaba
firmando puesto que son muchas las ocasiones en que el interés comercial rebasa
los límites y se incurre en una violación de la libertad del fuero interno de
la persona y por consiguiente en una lesión del consentimiento y de la
voluntad. El acotaba además que era impresionante observar cómo los dominicanos
incurrimos alegato de ignorancia para violentar el contrato que en origen nos
era factible y que a la sazón nos perjudicaba. El entendía que este hecho
habría provocado un cambio en la forma del manejo de los contratos por la
población y que ahora eran mucho más comunes los contratos por escrito y con
cláusulas claras y diversas que aseguraban la inversión del acreedor en muchos
de los casos. Fue muy enérgico en señalar que estas situaciones demostraban el
grado de irresponsabilidad en la que habíamos incurrido como sociedad y como
esto afectaba la imagen que tenía tanto el trabajador dominicano, como el
inversionista que busca un préstamo y a la vez al país en general ante los
inversionistas extranjeros que veían con desconfianza la contratación en el
país.
Trabamos conversación
además con la licenciada Dolores Guzmán quien sobre este particular señaló: Los
contratos son convenios en los que se contraen obligaciones entre las partes.
Existen diferentes tipos, de adhesión, de mutuo consentimientos, sinalagmáticos
perfectos donde ambas partes contraen obligaciones. La mayoría de los contratos
que se realizan en nuestro pais son llevados a cabalidad, aunque en cierto
modo, y en algunos casos no, porque una de las partes no cumple con dicho
acuerdo y se ve la otra parte en la obligación de iniciar un proceso de demanda
por incumplimiento de contrato para resarcir los daños que estos
incumplimientos causan.
En nuestra vida jurídica
los contratos de compra-venta y de arrendamiento, entre otros, están entre los
más comunes y son por consiguiente los que generalmente incurren en
incumplimiento pese a las clausulas claras que los mismos poseen.
Los tribunales dominicanos
están atiborrados de casos de incumplimiento de contratos, esto realmente habla
de la poca información en materia legal que tienen los ciudadanos y por
consiguiente la sociedad en general. El problema de esta situación radica en la
imagen que termina por tener el país ante los inversionistas y los visitantes
extranjeros, que ya ven en nosotros entes dispuestos a tergiversar, adulterar,
falsificar etcétera. Yo juzgo que es tiempo de que como sociedad le demos un
giro a esa imagen.
Luego de haber concluido
este trabajo, de haber realizado una exhausta investigación entre todos y cada
uno de los libros descritos en la bibliografía, vistas las sentencias citadas y
escuchadas las opiniones de diestros y experimentados juristas queremos señalar
como sorprendente y realmente interesante de qué modo la sociedad y el
legislador han logrado configurar un mecanismo que permita hacer funcionar
simultáneamente al consentimiento y la voluntad de una o varias partes en
relación a otras de tal manera que la justicia de la equidad esté perfectamente
balanceada, absolutamente coordinada y estentóreamente expresada en los
contratos.
Huelga señalar, como ha
sido prevista la naturaleza humana en la formación de los contratos. Esto lo
podemos observar en la libertad que otorga el legislador mediante la ley para
establecer contratos, pero además en las disposiciones inderogables que
instruyó con el objetivo de evitar que esta libertad se corrompa y de asegurar
que el libre albedrío, el consentimiento y la voluntad de las partes se
preserven.
Sería injusto si no
señaláramos como, a pesar de esto que ya hemos dicho, son comunes los problemas
que se suscitan por la intérpretabilidad de ciertas cláusulas, la obscuridad de
muchas otras o incluso la ausencia de algunas realmente necesarias en ciertos
contratos. Es aquí donde la ley, la justicia y el derecho entran en juego para
determinar la voluntad de las partes y preservar la intencionalidad de origen
del más afectado.
Una crítica que no podemos
dejar de hacer al legislador es cómo no han sido muy tomadas en cuenta muchas
necesidades que permiten que estos problemas se propaguen y que otras
legislaciones ya lo han hecho, por ejemplo, tenemos entre ellas la necesidad de
establecer hasta qué punto el silencio determinada la aceptación o no de la oferta,
o hasta qué punto se establece el momento y lugar de la formación de un
contrato. Todos estos datos quedan sumidos en una oscuridad que tiene que ser
dilucidadas en largos y costosos juicios, cuando en origen el contrato es una
herramienta que permite a las partes, léase personas morales o físicas, actuar
sin la necesidad de que intervenga el burocrático tren de la justicia
institucional y/o de los estados. Esta incertidumbre provoca pérdidas de tiempo
y capital realmente importantes. Esperamos que el mencionado nuevo código civil
que se ha estado trabajando esto quede definitivamente aclarado.
Podemos
concluir que tres requisitos son necesarios para la formación de los contratos:
el consentimiento, el objeto y la causa. Pese a que en principio se quería
dejar la voluntad con total libertad de tal manera que solo está fuera
necesaria para la formación de los contratos pero visto que es la sociedad y no
los individuos los que crean el derecho se estableció un que la voluntad debía
ser controlada. En el terreno del derecho positivo, la plena libertad
contractual no resulta concebible. Los redactores del código civil le fijaron
como límite el respeto del orden público y de la moral. La noción del orden
público se ha ampliado sobre todo en el ámbito de la economía dirigida sin
embargo las nociones de buenas costumbres se han restringido y es por esto que
a veces el legislador prohíbe contratar con ciertas personas.
En el
lenguaje jurídico, el consentimiento, elemento esencial del contrato, es el
acuerdo de voluntad de las partes; se compone de dos elementos: la oferta o
policitación y la aceptación. El derecho positivo francés, aun cuando considera
como necesaria la voluntad interna, exige no obstante para que produzca efecto
esa voluntad que se manifieste, que se exteriorice. La voluntad aislada no
produce, en principio, ningún efecto jurídico, cabe considerar, pues, que tan
sólo el acuerdo de voluntades, complementarias unas de otras, es creador de
obligaciones.
La oferta,
también llamada policitación, puede ser expresa o tácita o incluso puede ser a
personas determinadas o al público en general. En tanto que la oferta no ha
llegado a conocimiento del destinatario, aquella puede ser retirada útilmente,
incluso cuando el destinatario ha tenido conocimiento de la oferta, la
jurisprudencia resuelven que, en principio, el proponente no está obligado y
puede retractarse hasta que se haya producido una aceptación, pero, si la
oferta se ha hecho con un plazo de aceptación no puede ser retirada durante ese
plazo incluso la jurisprudencia establece que toda oferta lleva consigo,
implícitamente, un plazo razonable de aceptación. La oferta puede ser revocada
o caduca válidamente cuando el proponente no se encuentra dentro del plazo,
expreso o tácito, de aceptación, sin comprometer su responsabilidad; además
cuando este plazo ha expirado y cuando el oponente no se encuentra ya en
situación de expresar válidamente su voluntad por su incapacidad o muerte.
En cuanto a
la aceptación el aceptante debe tener la voluntad real de aceptar, y debe
manifestar exteriormente su voluntad. Resulta suficiente con que establezca la
voluntad cierta de aceptar sin ninguna forma verbal o por escrito, expresa o
tácita. Es necesaria una manifestación de voluntad para establecer la
aceptación. En principio, el silencio no equivale a aceptación. Sin embargo,
existen circunstancias excepcionales en las que el solo hecho de observar
silencio debe interpretarse como una manifestación de la voluntad de aceptar:
Cuando el legislador lo asigna, cuando las partes lo deciden válidamente,
cuando la oferta se hace en interés exclusivo del destinatario.
La oferta y
la aceptación deben ser complementarias. La aceptación no concurre a la a la
perfección del contrato más que cuando es conforme con la oferta. El contrato
consensual se perfecciona desde el instante del acuerdo de las voluntades,
salvo cuando las partes hayan querido subordinar su consentimiento definitivo a
la redacción de un documento, privado o notarial.
Para
determinar en qué momento se realice el acuerdo se propone cuatro sistemas dos
denominados de la emisión que son el de la declaración de la voluntad y el de
la expedición. El de la declaración de la voluntad establece que la aceptación
se produce cuando a la persona que se le hace la oferta firma o redactada la
carta de aceptación. Y el de la expedición que cuando la carta se remita al
expedidor original de la oferta. Los otros dos sistemas denominados de la
recepción establecen que desde que se recibe la carta se perfecciona el
contrato y/o que desde que existe conocimiento real de la información. El
interés en elegir uno de estos sistemas está en que permiten establecer el
momento y el lugar de la formación del contrato: en cuanto al momento de la
formalización se puede determinar si el retiro o no de una oferta ha sido
tardío, la forma en que se puede revertir la aceptación, la capacidad de las
partes, la responsabilidad de los riesgos y la ley que rige. En cuanto al lugar
se puede determinar la competencia territorial del tribunal y a falta de
acuerdo a la ley aplicable de acuerdo al lugar.
Para
determinar el momento a partir del cual se convierte en aceptación definitiva
un proyecto de aceptación, hay que averiguar la voluntad del destinatario de la
oferta. La aceptación se produce, pues, ya sea en el momento de la firma de la
carta; ya sea, lo más tarde, en el momento de su expedición.
Las partes
contratantes no están obligadas más que por sus propias voluntades, que son las
únicas en poder manifestar. Pero ese principio contiene una excepción: en caso
de representación, la manifestación de voluntad no emana dé la parte obligada
por el contrato, sino de la voluntad que la representa; la voluntad del representante
obliga al representado. En el caso anterior es el representado y no el
representante el que se convierte en acreedor o deudor. El representado no
queda obligado más que si se reúnen tres requisitos en el representante: el
poder de representar, la voluntad de representar y la voluntad de contratar. En
realidad, la representación se explica por la sustitución, que la ley ordena o
permite, de una persona por otra. La persona sustituida no es ya sino la
prolongación de aquella por la que ha sido sustituida.
El análisis
técnico del consentimiento, requisito esencial de la formación de los
contratos, su desintegración en una oferta y en una aceptación, han sido
descuidados por los redactores del Código civil. Por consiguiente, la
jurisprudencia se ha visto forzada a resolver las múltiples dificultades que
surgen en esta esfera. Las soluciones que les da suelen ser acertadas, porque
no ha querido complicarse con un sistema a priori. La falta de disposiciones
legales no deja de ser menos lamentable: en ciertos ámbitos, como el del
contrato entre ausentes, la Corte de casación ha vacilado mucho tiempo en
pronunciarse firmemente, constituyendo fuente de inseguridad.
Para que un
contrato se perfeccione válidamente, no basta con que exista la voluntad y con
demostrar su existencia por medio de una manifestación exterior. Para obligar a
su autor, la voluntad debe ser sana; se dice que no debe estar afectada por
ningún vicio. Esta vez, los redactores del Código civil, guiados por los
autores del antiguo derecho francés, han establecido reglas que basta con que
las interprete la jurisprudencia.
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